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Todo lo que necesita saber sobre el monstruo de Alien…

El revientapechos. Imagen:  Twentieth Century-Fox.

El revientapechos. Imagen: Twentieth Century-Fox.

porque nunca se sabe tras qué puerta puede esconderse. Pero conocer los usos y costumbres, los hábitos alimenticios, ritos de apareamiento y en definitiva la interacción con el ecosistema de este incomprendido animalito tiene el problema de qué hacer entonces con Prometheus. Hay series que nunca debieron tener ese capitulo final, grupos musicales que jamás debieron volverse a reunir y sagas cinematográficas que pueden quedar arruinadas por nuevas trilogías o, en este caso, por un pastiche de referencias que pone patas arriba lo que hasta entonces era un universo coherente con sus reglas internas.

Si la memoria no nos falla y de acuerdo a este esquema, según esta última película tendríamos una especie alienígena conocida como los Ingenieros, que tras tomarse un bebedizo negro dan lugar a humanos, quienes expuestos de nuevo a dicho líquido se convertirían en zombis, que combinados genéticamente con humanos se transforman en un calamar, el cual al relacionarse con un ingeniero evoluciona finalmente en un alien o xenomorfo. Pues mire, no. Para eso mejor que nos digan que es lo que surgió cuando alguien bañó a un cerdo vietnamita en una pila de agua bendita y mientras cometía el sacrilegio invocaba el hechizo Riddikulus. U otra explicación sobre su origen más sencilla y efectiva: cuando llegamos ya estaban allí. A Homer Simpson le vale y a nosotros también. E incluso cabe una más, la menos verosímil pero también la más interesante. Que es una criatura surgida de la mente de un guionista al borde de la indigencia y desarrollada por un genial artista suizo que, como sabemos, hace poco más de un mes desgraciadamente dejó nuestro mundo. En esa nos detendremos.

A comienzos de los años setenta dos estudiantes de la Universidad de California, llamados Dan O’Bannon y John Carpenter, trabaron amistad mientras iban dardo forma a la idea de rodar una película de ciencia ficción de muy bajo presupuesto, protagonizada por cuatro astronautas que se enfrentan a un extraterrestre que corretea por su nave. En 1974 el proyecto se hizo realidad bajo el nombre de Dark Star y en ella O’Bannon ejerció de guionista, actor (aquí podemos verlo en una trepidante escena luchando en el hueco de un ascensor contra el aterrador alienígena) e incluso de técnico de efectos especiales. Pero Carpenter no quiso compartir la autoría con él en los títulos de crédito, así que O’Bannon salió de la experiencia muy descontento y con ganas de desquitarse haciendo algo que fuera mucho mejor. Una película con un argumento parecido pero en la que el alienígena no fuera un balón de playa sino algo realmente aterrador.

A continuación participó en La guerra de las galaxias y en una adaptación del libro de ciencia ficción Dune que intentaría llevaría a cabo Alejandro Jodorowsky reclutando a los mejores artistas del momento, como Moebius, Dalí y un extraño amigo de este último que retrataba en sus obras unas fascinantes criaturas biomecánicas de tonos verdes y grisáceos. La película finalmente no se realizó, dejando completamente arruinado a O’Bannon, aunque le permitió conocer a H. R. Giger, cuya obra le impactó profundamente y ya no pudo quitársela de la mente. Así que mientras estuvo viviendo en casa de un amigo que le ofreció su sofá para dormir, comenzó a reescribir una antigua idea sobre unos gremlins que se metían en un bombardero B-17 durante la Segunda Guerra Mundial y traían de cabeza a su tripulación. Pero ahora transcurriría en el espacio, se titularía Star Beast y el monstruo protagonista podría ser algo parecido a las criaturas que pintó el artista suizo en su obra Necronomicon.

No obstante, antes de ponerse en contacto con él, O’Bannon consultó a Ron Cobb, un amigo con el que trabajó en Dark Star y La guerra de las galaxias (el diseñador de los marcianos del bar, concretamente) y sus bocetos sobre cómo debía ser la criatura alienígena, al fin y al cabo la auténtica protagonista de la película, digamos que habrían hecho que Alien fuera… algo distinta, como podemos ver aquí o aquí. Así que únicamente le encargaron que fuera el responsable de diseñar la nave espacial Nostromo. También se barajaron otras opciones, que incluían monstruos con aspecto de dinosaurio, de niño deforme, de pulpo y en general lo que se conoce como Bug-eyed monster o BEM, es decir, ese tipo de marcianos de los cómics antiguos y de las películas de serie B de los años cincuenta que lo que provocan no llega a ser exactamente miedo. Pero los años setenta habían sido tomados por una nueva generación de cineastas que por los temas que abordaban y la manera en que lo hacían (Alguien voló sobre el nido del cuco, El expreso de medianoche, El cazador…) querían dirigirse a un público adulto. No adormeciéndolo con agradables fantasías sino dándole dos tortas. La vida ya no era para reír y el cine iba a abrirnos los ojos —y hasta sacárnoslos, si nos descuidábamos— ante un mundo cruel y oscuro. Nuestro marciano debía dar la talla y O’Bannon, que en ningún momento se había olvidado del artista suizo, le mostró al que iba ser el director, Ridley Scott, el Necronomicon de Giger, y más concretamente las láminas Necronom IV  y V , que provocaron el entusiasmo del cineasta. Giger fue contratado de inmediato para diseñar la criatura protagonista, pero también otros elementos como veremos.

Sonría, por favor. Imagen: Twentieth Century-Fox.

Sonría, por favor. Imagen: Twentieth Century-Fox.

Siguiendo la estela de Tiburón, que en aquel entonces había causado sensación, el xenomorfo aparecería muy poco tiempo en pantalla para causar más desasosiego en el espectador, para que nuestra imaginación ocupase todo aquello que no se nos mostraba. Pero aun así debía contar con algunos primeros planos, qué mejor que un ser con aspecto de lagarto, babeante, con muchos dientes incluso en una lengua-mandíbula retráctil y con un gran hallazgo: carece de ojos. Los ojos humanizan a cualquier criatura, y la dirección a la que se enfoquen nos indica muchos acerca de sus intenciones (según algunos biólogos por eso evolucionó en el ser humano la esclerótica o parte blanca del ojo) y por eso llevar gafas de sol se asocia a menudo a una pose de dureza u hostilidad. El alien no los tiene —puesto que su frente es semitransparente y le proporciona una visión periférica— y eso nos desconcierta y contribuye a darle un aspecto aterrador. Luego está su característico cráneo tan alargado, del que Sigourney Weaver decía que tenía forma de pene gigante, aunque eso quizá sea un indicio de la mente turbia de esta actriz más que de otra cosa. Respecto a su tronco, destacan esas toberas traseras que le dan ese aspecto biomecánico y una larga cola de punta afilada que emplea como arma, aunque el conjunto del cuerpo con sus brazos y piernas tal vez sea aún demasiado antropomórfico. Al menos en la primera película de la saga. Se nota que había una persona dentro, aunque fuera una un tanto peculiar. Concretamente un estudiante nigeriano de 2,10 metros de estatura.

Su piel es definida como un «exoesqueleto de polisacárido mutado de silicón polarizado», que no sabemos qué cojones significa pero hay que reconocer que queda muy bien, dan ganas de estudiar una carrera de ciencias solo para poder decir esas palabras raras con rostro muy serio. Respecto a su sangre, se trata de otra de las características más originales y genuinas del xenomorfo, pues está compuesta por un «ácido molecular» extraordinariamente corrosivo que dificulta mucho la tarea de enfrentarse a él. En Alien 3 veremos además que es capaz de escupirlo sobre sus presas. Respecto a sus rasgos psíquicos, es destacable su aguda inteligencia para valerse de su entorno a la hora de refugiarse o atacar a sus presas, algo que más adelante rescataría Spielberg para hacer más amenazantes a sus velociraptors. Pero el guión también incidió en su carácter despiadado, tanto al mostrarnos cómo va cazando un humano tras otro, como en la sugerente descripción del robot asesor científico Ash: «Aún no habéis comprendido con lo que os enfrentáis. Un perfecto organismo. Su perfección estructural solo es igualada por su hostilidad. Admiro su pureza, es un superviviente al que no afectan la conciencia, los remordimientos, ni las fantasías de moralidad». Toda esta serie de detalles nos muestran a un antagonista extraordinariamente elaborado, muy diferente de todo lo que hasta entonces se había visto en una pantalla.

Pero había otro detalle que dotaba a esta película de una personalidad única. Se trataba de su minuciosa descripción del ciclo vital del monstruo, como si de un documental de animales se tratase. Lo más parecido que se había mostrado en los cines hasta entonces en cuanto a ese detallismo biológico estaba en La invasión de los ladrones de cuerpos. Otra obra maestra del cine de terror y ciencia ficción, que precisamente por enseñarnos ese proceso de crianza y desarrollo de los alienígenas en vainas era capaz de provocar tanto desasosiego. Así parecía una amenaza más real, semejante a cualquiera de esos bichos que vemos habitualmente en el campo. Ya no era solo aterrador, sino también asqueroso. Pasaba a ser algo tan viscosamente orgánico que daba grima. Pues bien, en Alien se iba un paso más allá, al mostrarnos la fecundación, el parto y la transformación en un ser adulto.

El abrazacaras siendo diseccionado. Imagen: Twentieth Century-Fox.

El abrazacaras siendo diseccionado. Imagen: Twentieth Century-Fox.

Así que en primer lugar estaban los huevos, de un significado especial pues el propio cartel de la película lo muestra, eso nos da una idea clara desde el comienzo de quién es el verdadero protagonista del film. Se crearon más de un centenar para la escena de la nave abandonada que contiene el criadero bajo un haz láser (que por cierto, fue prestado por el grupo de rock The Who, que lo usaba para sus conciertos), aunque solo uno estaba realmente completo. Giger inicialmente le puso una abertura superior con aspecto de vagina, aunque finalmente tenía forma de cruz, abriéndose como una flor cuando alguien se aproxima. Respecto a su contenido, según unos estaba compuesto de tripas cocidas de oveja, aunque en otro lugar leemos que contenía doce metros de intestinos de cerdo. De acuerdo al guion lo que contenía era el llamado «agarracaras», un bicho con aspecto de araña con una larga cola, que utiliza para propulsarse hacia la cara de su víctima, cuya cabeza atrapa entre esos largos dedos con nudillos (que evocan las manos de una vieja bruja) mientras la cola se enrosca alrededor del cuello. Dificulta así su respiración pero sin matarlo, en un coma inducido que permitirá alojar al parásito que introducirá por su boca. El agarracaras también fue un diseño de Giger, que encaja perfectamente en su mundo artístico por lo repulsivo de su aspecto. Aunque, eso sí, debía estar bastante rico, dado que para la escena de la disección que vemos sobre estas líneas lo rellenaron de ostras, almejas y otros productos de pescadería.

Una vez ha inseminado el parásito, el agarracaras se despega y la víctima podrá hacer vida normal durante un breve periodo de tiempo… o permanecer inmovilizada en una especie de tela de araña. En una de las escenas rodadas en , Dallas, el capitán que se metió en los conductos de aire con un lanzallamas, aparecía posteriormente pegado a una pared agonizante, a la manera en que veríamos posteriormente a varios habitantes de la colonia en Aliens, el regreso. Pero finalmente cuando el parásito ya ha crecido sale al exterior, convirtiéndose así en un «revientapechos». Una criaturita que resulta simpática, hasta que crece, muda de piel y termina convirtiéndose en un xenomorfo adulto. Según el cuerpo en el que se haya criado su aspecto variará levemente, pues se supone que combina su ADN con el de su huésped, de ahí que en Alien 3 tenga un aire canino. Sobre su esperanza de vida según Ridley Scott era de apenas cuatro días, por ello se habría introducido en la nave de evacuación junto a Ripley. Era un retiro donde morir, lo que explicaría ese comportamiento algo apagado y manso de las escenas finales, con lo que él había sido. Aunque quizá cuando el cineasta dijo eso estaba ya pensando en los replicantes de su próxima película y no convenga hacer mucho caso a las interpretaciones que dan los directores de sus obras.

A la vista de todo este ciclo vital la pregunta salta como un muelle. Si los aliens crecen a partir de los rompepechos, estos han sido inseminados por los abrazacaras, que provienen a su vez de grandes huevos ¿quién pone estos últimos? Una cuestión que en la primera película quedó sin responder y que en 1986 la secuela dirigida por James Cameron resolvería de una forma tan espectacular como elegante: hay una gran reina que los pone, por algo tienen cierta apariencia insectoide. Todo encaja con lógica y no hay líquidos negros mágicos que sirvan al guionista para resolver cualquier hilo que se le quede suelto, como si de un ungüento de teletienda se tratase. Así da gusto. Giger se encargó en la primera del diseño del alien, el huevo y el agarracaras como dijimos, pero también de la superficie del planeta, de la nave alienígena abandonada en él y del extraterrestre fosilizado llamado Space Jockey o «El paciente gigante del dentista», así como también de una pirámide que finalmente no apareció. La estética que distingue al film, ese mundo imaginario con sus propias reglas, ya estaba creado. Por ello en la continuación, salvo la aportación original de la gran reina, no fue necesaria la participación de Giger, ante el que Cameron se disculpó en esta carta. Esta secuela evidentemente resultó menos original que la primera, pero lo compensó al convertirse en una trepidante película de acción. Una muy digna sucesora. Porque desde entonces nuestro entrañable alien se ha convertido en toda una franquicia con secuelas, precuelas, spin-offs, videojuegos, cómics, universos expandidos… todo ello con un resultado desigual. Pero bueno, en el peor de los casos siempre es llamativo verlo dando patadas voladoras, como en esta producción de Ghana de hace unos años. Hagan lo que hagan con él siempre seguirá asustando como ninguna otra criatura cinematográfica; servidor la vio de pequeño y pasó una buena temporada con cierto recelo a entrar en una habitación a oscuras, creyendo que podría estar agazapado detrás de cualquier puerta, y me consta que hubo otros muchos casos parecidos. Ni lobos feroces, ni brujas, ni hombres del saco, esto es un miedo como Dios manda.

La reina alien. Imagen: Twentieth Century-Fox.

La reina alien. Imagen: Twentieth Century-Fox.

Bibliografía:

- The book of Alien, Paul Scanlon, Michael Gross

- Alien: El octavo pasajero, Ian Nathan

- El mundo de H. R. Giger, tesis doctoral de Carlos Arenas Orient

- Making of Aliens 1986 (documental)

"I think that one of these days you’re going to have to find out where you want to go. And then..."

“I think that one of these days you’re going to have to find out where you want to go. And then you’ve got to start going there.”

- J.D. SalingerThe Catcher in the Rye (via towardstheendoftime)

Messi tira a la basura una crónica

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1.- Era la historia repetida. Argentina no engranaba, generaba poco peligro y se moría un encuentro ante Irán en el cual era amplia favorita y por momentos estuvo cerca de perderlo. Era nuevamente la crónica del Messi sin rebeldía, aquel que no tiene un circuito de juego que lo contenga, pero que tampoco patea el tablero en búsqueda de su momento. Sin embargo, en el minuto 91 hace un golazo con su sello y Argentina gana tres puntos que lo dejan en octavos de final.

2.- De todas formas, no deja de ser al mismo tiempo un juego de primera ronda ante un equipo tan entusiasta como carente de recursos individuales (haciendo las excepciones de rigor). Argentina tira de épica antes de tiempo, con un triunfo con sabor a cuartos de final por la angustia expulsada, cuando no dejaba de ser un partido de fase de grupos que no era decisivo.

3.- Es un concepto del tenis, pero el equipo de Sabella gana jugando mal y eso tiene su importancia. ¿Cuál es la lógica? Que el conjunto tiene mucho margen de crecimiento, pero sin la urgencia de triunfos que sean decisivos para definir un pase de ronda. El torneo no lo penalizó; un sorteo benévolo lo ubicó en una zona en la cual le alcanzó con demasiado poco para clasificar. En un Mundial, la suerte juega y mucho.

4.- Argentina exhibió demasiados problemas. Cuando el mundillo periodístico creía que el debate empezaba y se terminaba en si cinco defensores sí o si cinco defensores no, el fútbol expuso una vez más que es algo mucho más rico para analizar que esa arista que termina siendo casi una anécdota. La Albiceleste maneja en ataque a la perfección las transiciones, pero hasta el momento casi no ha tenido opciones de correr. Además, cuando pudo hacerlo, evidenció que algunos elementos no están finos: Higuaín, Di María y hasta el mismo Messi expusieron que no gozan de su pico de rendimiento individual.

5.- Así como ante Bosnia se le había planteado el mejor desarrollo en la previa, con un gol rápido, acá se dio todo lo contrario. El plan de juego de Irán dependía de mantener el cero en su arco la mayor parte de tiempo posible, y lo logró durante 91 minutos. El 4-5-1 de Queiroz contó con la disciplina de sus futbolistas, que rozaron el tope de sus capacidades defensivas para obturar los canales de juego de un rival que precisamente allí no tiene fluidez. Velocidad de circulación muy baja, poca movilidad y desmarques a los espacios fueron minando las opciones argentinas. Muestra de esto era que Marcos Rojo era de lo más destacado cuando debería de ser, en un plan ideal, una simple pieza de rol.

6.- El partido que imaginó Queiroz tenía un lado B en el segundo tiempo. Cuando el portugués dio vuelta el cassette, tenía algunos argumentos más del otro lado como para incluso soñar con llevarse una victoria histórica. Allí, Dejagah comenzó a soltarse y aparecer como delantero cuando Ghoochannejad –de gran partido– arrastraba marcas. En una de esas, el volante del Fulham cabeceó solo y Sergio Romero evitó un gol claro cuando se olfateaba un tanto iraní. Fue una de las tres tapadas del arquero argentino, que demostró que es un arquero de equipo grande; aportó soluciones cuando su bando más lo necesitaba. Si hubiera tenido acciones menos felices, la victoria habría sido persa.

7.- Sabella, por su parte, no tuvo una conducción de campo feliz en la tarde mineira. El partido le pedía cambios al entretiempo, incluso luego del primer tercio de esa segunda mitad. Sin embargo, optó por hacerlos a falta de quince minutos. Lavezzi y Palacio (ambos de correcta labor) por Higuaín y Agüero. Parecía necesitar más juego en el medio Argentina; Messi terminó resolviendo por las suyas.

8.- El juego parece invitar a los seleccionadores que enfrenten a Argentina a plantear esta clase de encuentros. Repliegues bajos, pocas opciones de recuperación rápida, congestión de volantes interiores (muy bien hoy Andranik Timotian, Haji Safi y Javad Nekounam en esa labor) y el progresivo avance en el campo con el correr de los minutos. La pobre labor de Gago abre el interrogante acerca de si es el jugador ideal (quizás no tenga en el plantel Sabella a ese futbolista idílico) para esta clase de encuentros. Porque sí, el volante de Boca es importante para ser ese primer pase en la transición, pero en esta modalidad de juego posicional queda expuesto. Poca ruptura de líneas con sus pases, nula presión a la zona de rebotes, deficiencias en el retroceso y la carencia de remate exterior son características que hacen de Gago un futbolista con carencias claras. Trabajo para Sabella el diagramar cómo romper estos partidos.

y 9.- Probablemente, ante Nigeria se vean algunas modificaciones con el pasaje a octavos ya en mano, si bien hay un interés supremo en conseguir el primer puesto en el grupo, teniendo en cuenta cómo parecen conformarse las llaves. Se especulará con una y mil variantes, con los momentos individuales de algunos futbolistas, con las responsabilidades del entrenador. Sin embargo, Argentina cuenta con un reaseguro único, como el de Lionel Messi, un hombre capaz de ganar partidos incluso cuando no está en una de sus mejores tardes.

- Argentina-Irán (Grupo F, 2ª jornada). 21-junio-2014. Estadio Mineirao (Belo Horizonte). 1-0 (Messi)

* Diego Huerta es periodista y editor del sitio web “Cultura Redonda”.

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- Foto: Adrian Dennis (AFP)

Goya ante la invasión napoleónica

El dos de mayo de 1808 en Madrid o La carga de los mamelucos, de 1814. Imagen: Museo del Prado / DP.

En 1808 Goya tenía ya sesenta y dos años y estaba asentado como pintor de la corte, así que los enormes cambios que sacudieron España y toda Europa contaron con un testigo excepcional, tanto por la posición desde la que observaba como por la lucidez y desencanto con que lo hacía. Un viejo mundo se desmoronaba ante la irrupción de un nuevo orden, pero como de costumbre en la historia, con una atroz violencia como partera. Ante el sufrimiento que presenció su postura fue más moral que política, quiso dejar constancia de él para la posteridad por medio del arte, aunque en su relación personal con el poder oscilo entre la prudencia y la resistencia de una manera que merece la pena conocer con más detalle.

A lo largo del siglo XVIII las ideas de los ilustrados franceses fueron calando poco a poco fuera de sus fronteras a pesar del celo censor de las autoridades. O quizá en parte también debido a ello, dado el aura de peligrosidad y fascinación que proporcionaban a aquello que prohibían, ya fueran libros, panfletos e incluso abanicos con ilustraciones de la toma de la Bastilla. De manera que fue formándose a lo largo de Europa, también en España, una reducida élite ilustrada que pasaría a adquirir un mayor protagonismo con la llegada del gran exportador de las ideas revolucionarias: Napoleón. Gracias al novedoso reclutamiento en masa y a su pericia militar pudo erradicar en buena parte del continente el sistema feudal que aún seguía vigente. Como diría él mismo más adelante durante su reclusión en la isla de Santa Helena su gran legado para la posteridad no serían sus victorias militares, sino su código civil. Y no andaba muy desencaminado. La abolición en todos aquellos territorios que conquistó de los diezmos, los gremios, la servidumbre y la inquisición, todo ello sustituido por un sistema basado en la igualdad ante la ley y la libertad de trabajo y de conciencia tuvieron, además del bien que por sí mismas representan, una consecuencia añadida: los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson han señalado la relación directa entre la mayor o menor influencia del Código Napoleónico en un país y su papel posterior en la Revolución Industrial. Pero el precio a pagar fue terrible y la destrucción y muerte que provocaron a su paso las tropas francesas quedaría grabada en las retinas de muchos contemporáneos. Entre ellos, cómo no, el propio Goya.

De acuerdo al Tratado de Fontainebleau firmado en 1807 el ejército imperial de Napoleón debía entrar en España solo como lugar de paso hacia Portugal, pero sus intenciones de quedarse no tardaron en hacerse evidentes. Los desencuentros con la población fueron crecientes hasta desembocar en el enfrentamiento que tuvo lugar en las calles de Madrid el 2 de mayo entre la Guardia Imperial y los habitantes de la ciudad. Entre ellos estaba nuestro pintor, que inmortalizaría la situación en su célebre La carga de los mamelucos. Un cuadro de una extraordinaria vivacidad y tensión del que se ha discutido mucho si fue una escena vista por el propio autor. La masacre de la Puerta del Sol (aunque otros ubican junto al Palacio Real) que representa tuvo lugar a las once de la mañana, un momento en el que según algunos autores pudo haberla presenciado desde la casa de su hijo, que desde su ventana proporcionaba una vista, algo limitada eso sí, al lugar representado.

Pero según el hispanista Gérard Dufour hay un dato en el cuadro que demostraría que no vio directamente lo ocurrido y que se basó en los testimonios que le narraron algunos de los presentes. Se trata del casco que lleva uno de los soldados franceses presentes acompañando a los mamelucos egipcios, ya que esa unidad pertenecía a los cazadores a caballo, que no lo llevaban. No deja de ser una prueba algo limitada, pues aun teniendo en cuenta la excepcional capacidad de observación de Goya, una situación tan tensa, confusa y donde probablemente ocurrió todo tan rápido difícilmente podría ser luego recordada en todos sus detalles. Sea como fuere, el cuadro actualmente puede verse en el Museo del Prado y aunque ya ha sido restaurado, mostró hasta el año 2008 los daños sufridos setenta años antes (los fragmentos sin pintura, de tono rojizo, junto al borde izquierdo) durante su traslado en plena Guerra Civil a Valencia, para evitar posibles daños por los bombardeos que la aviación nazi realizaba en la capital española. Así que es una obra cargada de historia.

A ese día de disturbios que agitaron las calles madrileñas le siguió una larga noche con los fusilamientos a cargo de las tropas invasoras de los acusados de provocarlos. Esta escena protagoniza el otro gran cuadro de Goya en torno a la Guerra de la Independencia, seguramente el más conocido, en torno al que parece haber más pruebas de que tampoco fue testigo directo. Dado que el monte de Príncipe Pío fue uno de los lugares con mayor número de ejecuciones generalmente se considera que es allí donde se sitúa la obra, aunque hay diferentes explicaciones al respecto. En cualquier caso lo importante, lo revolucionario de este cuadro, es la manera en que retrata los hechos. Hasta entonces lo habitual era mostrar hazañas bélicas en tono solemne, protagonizadas por soldados o personalidades ilustres. Pero Goya no veía el mundo de esa manera tan envarada, tradicional y, por qué no decirlo, distorsionada. Aquí los protagonistas son ciudadanos anónimos, mostrados en el momento de morir con todo su patetismo. El pintor claramente toma partido por ellos, enfrentados a un pelotón de fusilamiento al que vemos de espaldas, perfectamente alineado e impersonal. El contraste con la expresividad de sus víctimas no puede ser mayor, algunos mirando al suelo desolados, y otros como ese hombre que se echa las manos a la cara, apretando los dedos en un gesto realmente desgarrador. Se trata de una obra pintada en 1814 pero resultó ser tan adelantada a su tiempo que no fue apreciada entonces y permaneció en el Museo del Prado sin exhibirse hasta 1872. Fue entonces cuando las nuevas modas artísticas fueron capaces de reconocer la modernidad que había en ella y adquirió el prestigio internacional del que ha gozado hasta hoy.

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El tres de mayo de 1808 en Madrid o Los fusilamientos del 3 de mayo, de 1814. Imagen: Museo del Prado / DP.

Pero hubo otro cuadro, menos conocido que los anteriores, que representa quizá mejor que ningún otro los vaivenes de la ocupación y la postura que adoptó el pintor durante todo ese periodo. Se trata, como veremos, de la Alegoría de la villa de Madrid.

Tras el inicio de las revueltas del 2 de mayo que marcaron el inicio de la Guerra de Independencia, fue el mismo Napoleón el que se puso al frente de sus tropas para recuperar la capital, cosa que logró en diciembre de ese mismo año. Apenas recuperó el control estableció una serie de reformas que, intuimos, harían tambalear la posición del pintor. Años antes en sus Caprichos había realizado una brillante sátira de la Inquisición, el fanatismo religioso y la brutalidad imperantes en su tiempo, de manera que cuando se anunció la abolición del Santo Oficio sentiría seguramente cierto regocijo interior… aunque no expresó públicamente ningún tipo de adhesión al nuevo régimen más allá del obligado. En total dos millones de españoles se vieron obligados a hacer, según las palabras del emperador, «delante del Santísimo Sacramento un juramento que salga no solamente de la boca, sino del corazón, y que sea sin restricción jurídica». Pero además del juramento que debían hacer todos los denominados «jefes de familia», los empleados públicos también debían expresar su fidelidad a José I y él, como pintor de la corte y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, estaba obligado a ello, aunque se negó a hacerlo. Precisamente en esas fechas Goya comenzó a pintar el retrato de uno de los guerrilleros más afamados, Juan Martín Díaz, el Empecinado, una obra que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Bellas Artes Occidentales de Tokio.

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Alegoría de la villa de Madrid, de 1810. Imagen: Museo Municipal de Madrid / DP.

No obstante en aquellos años también hizo retratos de afrancesados —un colectivo difícil de delimitar con precisión, pues si bien se estima que en 1813 huyeron a Francia unos quince mil, en la práctica serían bastantes más entre los que se encontraban algunas de sus más estrechas amistades, como el escritor Moratín. Además Goya fue condecorado, como tantos, con la afrancesada cruz de la Orden Real de España, más conocida popularmente como «Berenjena», aunque nunca la exhibió públicamente. Pero hubo otro episodio bastante curioso que pudo hacerlo tanto sospechoso de colaboracionismo o «infidencia», como lo llamaban entonces como justamente de lo contrario. Fue nombrado para hacer una selección de las mejores pinturas españolas, que serían enviadas a París como regalo a Napoleón, y aunque aceptó el encargo hay quien considera que escogió deliberadamente mal las obras, ya que de las cincuenta señaladas por él finalmente solo seis fueron aceptadas por su supervisor.

Pese a todo esto, el caso más llamativo fue lo sucedido con la Alegoría de la villa de Madrid, tal como decíamos anteriormente. Fue pintado en 1809 para ser expuesto en el Ayuntamiento, y en el óvalo de la derecha donde ahora podemos ver la inscripción «Dos de Mayo», aparecía el retrato de José I. Cuando la capital fue recuperada por las tropas españolas se mandó repintarlo con las palabra «Constitución» sobre su rostro. Pero a finales de 1812 las tropas francesas de nuevo llegarían a Madrid y tendría que recuperar el retrato del rey, una modificación por la que sí pidió cobrar, a diferencia de la anterior. Cuando José I tuvo que huir de nuevo se repintó otra vez el cuadro, pero el regreso de Fernando VII y su rechazo a la Constitución llevó a que se pusiera el retrato del nuevo rey eliminando, una vez más, la dichosa palabra. Que volvería a aparecer unos años después y finalmente, ya en 1873, se sustituiría por la inscripción «Dos de Mayo» que vemos en la actualidad. Así que esa costumbre tan española de cada nuevo cargo de deshacer todo lo hecho por el anterior parece que viene de lejos…

Por último, su otra gran obra en relación a la Guerra de Independencia fue sin duda la serie de grabados Los desastres de la guerra. Tanto por su origen aragonés como por la invitación de Palafox para contemplar las ruinas le impactó profundamente la masacre que supuso el asedio a Zaragoza, que provocó la muerte de más de la mitad de sus habitantes. Pero no se limitó a denunciar los abusos de las tropas francesas, esto es lo interesante, pues en ellos también retrató las tropelías cometidas por los guerrilleros. De esa manera dio a los grabados un significado humanista mucho más profundo y trascendente en lugar de convertirlos en vulgar propaganda patriótica.

Y ya que mencionábamos la Constitución de Cádiz de 1812 no podemos dejar de señalar que Goya fue un decidido partidario suyo. Envió sus Caprichos allí un año antes para que se pusieran en venta y lograron alcanzar un notable eco, dejando así clara su postura respecto a la Inquisición. Visto desde la perspectiva que da el tiempo puede reprocharse a los afrancesados que con su actitud hicieran que se vinculase el deseo modernizador al sometimiento al conquistador, aunque por otra parte los constitucionalistas cometieron también un desastroso error al confiar ingenuamente en ese Borbón tan cerril y corto de miras. Así supo comprenderlo finalmente nuestro protagonista cuando acabó exiliándose a Francia en sus últimos años de vida.

Grande hazaña, con muertos, de 1810-1814. El sarcasmo del título nos muestra cuál era la postura de Goya. Imagen: Museo del Prado / DP.

 

Escapando del mundo real: Don Quijote y la ilusión de Matrix

Este texto ha participado en el concurso de divulgación científica de Ciencia Jot Down 2014.

El estudio del cerebro mediante la literatura y la realidad virtual

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Grabado de Gustav Doré para el Quijote.

En la primera entrega de la desigual trilogía de Matrix, nuestro Elegido despierta de su letargo y descubre pasmado que toda su realidad no es más que un conjunto de líneas de código que unas aviesas máquinas han diseñado para mantenerlo vivo junto al resto de la humanidad en su cometido de proporcionarles energía eléctrica. Pero a Neo le antecede Don Quijote. Cerca de cuatrocientos años antes de la genial idea de los hermanos Andy y Larry (ahora Lana) Wachowski, Cervantes presentaba a los lectores de la época un ingenioso hidalgo que, presa de cierta locura literaria, entremezclaba continuamente el mundo romanceril de la caballería con el mundo real, atacando a molinos convertidos en gigantes o destrozando teatrillos cuyos títeres se tornaban agresivos moriscos frente a su incrédula mirada.

Aun con sus diferencias, tanto el futurista Neo como el medieval Quijote viven la ilusión de un mundo que simula ser real: el primero mediante complejos artilugios que podríamos definir como un sistema de realidad virtual completamente inmersivo; el segundo, fruto de una visión trastornada producto del empacho de novelas de caballerías. Sus mentes han sido engañadas con distintos medios para distintos fines, pero ambos reflejan los mismos síntomas: un viaje mental al mundo creado para tales propósitos. ¿Puede la tecnología actual o la literatura producir semejante efecto en nuestra mente?

Nuestra experiencia lectora tal vez responda a la segunda parte de la pregunta. A fin de cuentas, si comprendemos estos garabatos es gracias a que sabemos leer, y si es así es posible que recordemos haber viajado a bordo de barcos llenos de aterradores piratas, paseado en compañía de seres fantásticos de antiguas leyendas o volado a mundos del futuro sin habernos movido de nuestro sillón. En cuanto a las tecnologías de realidad virtual, cada vez son más las noticias en los medios de información que dan a conocer sus avances en el campo de la neurociencia. Veamos qué tienen en común estos alejados universos.

Loco el que lo lea

Según Michel Foucault, en los primeros días de la novela del siglo XVII su lectura se percibía como una forma de desvarío, puesto que durante la misma uno se convertía en otra persona. Por suerte para nosotros, el conocimiento del cerebro ha crecido exponencialmente desde aquella época y Mario Vargas Llosa no sería ingresado en un manicomio por defender que la literatura sirve «para liberar al ser humano y permitirle vivir otras vidas distintas a la propia», ni Haruki Murakami tendría que esconderse al definir así el acto de lectura: «Vuelvo a la habitación de lectura, donde me sumerjo en el sofá y en el mundo de Las mil y una noches. Poco a poco, como en el fundido a negro de una película, el mundo real se evapora. Estoy solo, dentro del mundo de la historia. Mi sensación favorita en el mundo».

Científicos y teóricos literarios de todo el mundo estudian desde hace pocas décadas los mecanismos mentales que producen en nuestro cerebro esa sensación favorita. Bajo términos como inmersión, transportación o simulación han intentado describir ese viaje mental al mundo de la novela. De la misma forma que en un sueño, la percepción cede protagonismo a la imaginación, la atención se centra en los sucesos de la historia y en cierta forma ignora lo que sucede en nuestro entorno real. Como resultado somos capaces de sentir emociones reales frente a sucesos de cuya naturaleza ficcional somos perfectamente conscientes, lo que hace de la literatura un objeto de estudio especialmente atractivo para las ciencias cognitivas. Si no fuera así, si algo fallara en nuestro mecanismo mental para testear la realidad y mezcláramos realidad y ficción, estaríamos cayendo en el embrujo que sufría Don Quijote. Las consecuencias podrían ser realmente cómicas: tal vez saldríamos corriendo ante la aparición de un león en una novela, como lo hizo el público de la famosa y accidentada proyección de La llegada del tren a la estación de La Ciotat, de los hermanos Lumière. Al desconocer la naturaleza artificiosa del cine (estamos hablando del año 1895), los espectadores vieron espantados cómo la locomotora se dirigía hacia ellos desde la pantalla y no pudieron más que huir para proteger sus vidas.

Para sorpresa de muchos, la investigación científica de estos procesos mentales ha permitido descubrir que la literatura nos ayuda a comprender mejor nuestro entorno social. Atrás ha quedado la imagen de la rata de biblioteca con graves carencias sociales, como es el caso de nuestro ingenioso hidalgo. La idea de una literatura como simulador social ha ido cobrando fuerza en los últimos años de la mano de psicólogos como Keith Oatley y Raymond Mar. Si el primero fue el que acuñó ese término, el segundo desarrolló en 2004 un estudio en el que registró imágenes de resonancia magnética funcional que evidenciaron que cuatro de las cinco áreas comúnmente asociadas al procesado narrativo también suelen estar implicadas en el procesado social.

Leer no solo entretiene: también nos entrena para vivir en sociedad. De la misma forma que un simulador de vuelo permite a los futuros pilotos adquirir horas y horas de experiencia sin el riesgo de un accidente o igual que Neo aprendía artes marciales junto a su mentor Morfeo en un dojo que replicaba las características físicas de Matrix, la literatura nos ayuda a experimentar distintos escenarios sociales desde la seguridad que aporta el hecho de que ningún personaje ni ninguna situación podrán perseguirnos de vuelta al mundo real. ¿Y quién se encarga de dar vida a todos esos personajes que no son más que construcciones simbólicas? Nuestro cerebro es el culpable. La mente humana tiene un gran interés en comprenderse a sí misma y a los otros y eso nos empuja a «animar» o dar vida a casi cualquier cosa que se mueva, haga ruido o destaque respecto a la inmovilidad del resto del paisaje. Y sí, esta característica trasciende el mundo real y llega a la ficción literaria, donde a partir de pocos retazos somos capaces de construir un personaje con vida propia.

Las aplicaciones basadas en ese proceso tan característico que la literatura provoca en nuestro cerebro son incontables. El lector de novela podrá afirmar que durante muchas de sus lecturas no se ha encontrado frente a construcciones simbólicas, sino frente a personas que sentían, disfrutaban o sufrían. Y si leyendo podemos interactuar con simulaciones de personas en un entorno controlado, ¿por qué no aprovecharlo? Leer nos permite entrenar especialmente la empatía y un ejemplo de su uso está en distintos experimentos relacionados con conflictos raciales, religiosos y sociales. En 2013, Dan R. Johnson estudió los efectos de la lectura de ficción literaria en la reducción de prejuicios raciales. Sus conclusiones no pueden ser más optimistas: si el protagonista del libro formaba parte de un grupo altamente estereotipado y dicho personaje no cumplía con esos estereotipos, se producía una reducción de esos prejuicios y un aumento de empatía afectiva hacia dicho grupo.

Imaginemos a Don Quijote como voluntario de esa investigación. Nuestro caballero, habituado a libros en que los moriscos son personajes crueles y salvajes, se ofrece a leer una novela en la que el protagonista es uno de ellos. Para su sorpresa, habla de forma educada y no se comporta en ninguna manera como un salvaje, sino como alguien perfectamente civilizado. Según los resultados del estudio, la perturbada mente del caballero muy probablemente pondría en duda sus prejuicios anteriores e incluso aumentaría su empatía hacia quienes siempre consideró sus enemigos. Una experiencia que de otra forma nunca se hubiera producido (conocer de forma personal a un morisco) ha sido posible solo a través de una simulación literaria.

Mundos virtuales casi reales

No hace falta decir que todo lo explicado anteriormente está limitado al campo de la imaginación. Cuando leí Moby Dick me sentí parte de la tripulación del barco ballenero junto a Ismael, su narrador, pero por suerte para mi conciencia ecologista todo quedaba acotado al interior de mi lustrosa cabeza. Cuando las descripciones se me hacían incómodas (véase el caso de abrir una ballena en canal), mi cerebro activaba un resorte que me distanciaba emocionalmente de lo que sucedía y gracias a ello no me veía obligado a cerrar el libro y abandonar su fructífera lectura.

Los dispositivos de realidad virtual no exigen que imaginemos ningún tipo de mundo, ya que al contrario de la literatura nos lo presentan mediante imágenes y sonidos generados por ordenador. En concreto, la tecnología de realidad virtual inmersiva nos permite sentirnos físicamente presentes en un lugar virtual e incluso vernos en otro cuerpo distinto al nuestro. Esa es la diferencia fundamental entre nuestros dos vehículos y entre las formas de viajar a esos otros mundos: la imaginación se ve sustituida por la percepción de estímulos virtuales. Aún así, existen muchos paralelismos respecto al uso que se está dando a las dos herramientas en la investigación de nuestras mentes.

realidadvirtual

Realidad virtual inmersiva (fuente: Wikipedia)

Sin ir más lejos, si en el estudio de Dan R. Johnson se pedía a lectores de ocho religiones distintas que leyeran fragmentos de una novela de protagonista musulmana, el equipo de Mel Slater y María V. Sánchez-Vives (EventLAB) llevó a cabo en la Universidad de Barcelona un trabajo parecido mediante realidad virtual en el que sesenta chicas de raza blanca se veían en el cuerpo de una chica de: a) raza blanca, b) raza negra, y c) raza púrpura. Tras un tiempo de adaptación aparecía en el escenario virtual otra chica (totalmente virtual) de raza negra e interactuaba con ellas. ¿El resultado? El prejuicio racial de las chicas embutidas en un cuerpo de raza negra se veía reducido hacia personas de su «nuevo color». Se sentían parte de su grupo étnico.

Este tipo de tecnología permite jugar con nuestros sentidos y experimentar hasta qué punto el cerebro puede ser engañado. Que el avatar al que nos vemos transportados se mueva a la vez que nosotros o que haya un espejo en la habitación virtual que refleje dicho avatar en sus (nuestros) movimientos, reforzará la ilusión y nos hará más crédulos ante esa mentira cognitiva en la que estamos inmersos. Aún queda un largo trecho para lograr una tecnología equiparable a la que utilizan las máquinas para tenernos entretenidos en el mundo de Matrix, pero no vamos por mal camino. Otros experimentos del EventLAB han logrado hacer «sentir» a los estupefactos voluntarios que su brazo se alargaba metros y metros o modificar su percepción del entorno virtual al reducirlos al tamaño de un niño de pocos años.

La ilusión es tan potente en algunos momentos que la gente llega a olvidar el dispositivo que lleva encima. De la misma forma que al leer necesitamos un tiempo para sentirnos transportados al mundo narrativo o al irnos a dormir no podemos desconectar de golpe y entrar en el sueño deseado, la inmersión en el mundo virtual también requiere de un tiempo de adaptación en el que confundir nuestros sentidos a través de imágenes, sonidos e incluso el tacto (lo que suele reforzar enormemente la ilusión si se hace de la forma apropiada). Sorprende descubrir la fuerza que puede tener el engaño pese a una calidad de imagen que aún dista mucho de replicar a la de nuestro mundo real de la misma forma que Matrix lo consigue con el suyo.

Pero no todo son mundos creados por ordenador. Pongámonos en situación: llegamos al laboratorio de realidad virtual, nos ponemos el traje de sensores con el que captarán nuestros movimientos, los guantes, las gafas y nos situamos en la habitación construida para ese fin. Se activa el sistema y tras unos segundos nos vemos sobre la superficie de Marte. Sonreímos porque la recreación es asombrosa y las imágenes replican a la perfección la idea que tenemos de ese planeta. Incluso podemos andar un poco por ese entorno en el que nos vemos sumergidos. Entonces nos informan de que lo que estamos viendo no es virtual, sino que estamos dirigiendo un robot humanoide que ha sido transportado a la superficie de nuestro planeta vecino. Vemos lo que ven sus cámaras y al movernos trasmitimos nuestros movimientos a las articulaciones robóticas de nuestro alter ego, moviéndose él a millones de kilómetros de distancia. Los sensores instalados en el robot nos envían señales que percibimos en nuestro cuerpo a través de actuadores distribuidos sobre la superficie del mismo. Estamos aquí, pero sentimos y percibimos que estamos allí. En este caso, la simulación sí que puede tener consecuencias en el mundo real.

Lo que el pasado dice del futuro

Quién hubiera dicho que un libro de hace cuatrocientos años y un sistema de realidad virtual de última tecnología tendrían algo en común. Parece que nuestra mente disfruta sintiéndose burlada e inventa continuamente nuevas formas de conseguirlo. ¿Acaso no podríamos decir que la literatura es un rudimentario ancestro de la realidad virtual? Logra hacernos viajar a otros lugares, conocer otros mundos y, en palabras de uno de los personajes de Madame Bovary, nos permite sentir «nuestros corazones latiendo bajo sus ropas».

Las ciencias cognitivas están recurriendo a ambos sistemas para comprender mecanismos como la percepción, la imaginación o la atención. También nos están ayudando a entender procesos como nuestra capacidad para atribuir e interpretar estados mentales en otras personas, personajes o avatares y el desarrollo de empatía, simpatía o identificación hacia algunos de ellos. Cada uno desde su terreno, están demostrando ser una herramienta imponente para el desarrollo del conocimiento humano.

Puestos a imaginar un futuro, me gusta pensar en los libros siendo iguales que ahora y que hace cientos de años, manteniéndose impertérritos al paso del tiempo pero desvelando cada vez más secretos sobre nuestras mentes y su forma de relacionarse con ellos. En cambio, imagino una tecnología de realidad virtual que no para de cambiar y evolucionar, llegando cada vez a sistemas más complejos capaces de engañarnos más o mejor.

Tal vez eso sea el futuro. Una realidad virtual tan inmersiva que no seamos capaces de discernir lo que es real de lo que es inventado, del mismo modo que Neo y sus compañeros vivían en Matrix sin ser conscientes de su triste cometido en el mundo real. Si llega ese día, espero que al menos sigamos teniendo literatura. De esa manera y pese a vivir como inconscientes esclavos, siempre podremos escapar durante un rato a territorios fuera de su alcance. Tal vez eso sea la pastilla roja.

Para saber más

Johnson, D. R. (2013). «Transportation into literary fiction reduces prejudice against and increases empathy for Arab-Muslims». Scientific Study of Literature, 3:1, 77-92.

Mar, R. A. (2004). «The neuropsychology of narrative: Story comprehension, story production and their interrelation». Neuropsychologia, 42, 1414-1434.

Peck, T., Seinfeld, S., Aglioti, M., Slater, M. (2013). «Putting Yourself in the Skin of a Black Avatar Reduces Implicit Racial Bias». Consciousness and Cognition, 22:3, 779-787.

Consecuencias culturales del holocausto zombi

Peter Cushing en "Tales From the Crypt", 1972 (Foto: Corbis)

Peter Cushing en Tales From the Crypt, 1972 (Foto: Corbis)

Largometrajes, series de televisión y novelas por docenas nos han ofrecido la descripción de un planeta Tierra sumido en el caos tras la resurrección de los muertos. Nuestras retinas de consumidores de cultura trash retienen bien frescas las imágenes: calles vacías, despensas aún más vacías, y zombis deambulando por todas partes en busca de un cerebro que devorar. Sí, ya conocemos el panorama visual de ese mundo postapocalíptico. Pero, ¿existe manera de prever otros cambios, aparte de los estereotipos propios del cine de terror? El planeta Tierra se vería abocado a una verdadera revolución y cabe preguntarse: más allá de los consabidos impedimentos cotidianos, ¿cómo afectaría el holocausto zombi a nuestra cultura? Quizá nos sorprendiera averiguar que no todos los cambios serían para peor.

Adiós a los acontecimientos de masas: Huelga toda postrera explicación si afirmamos que en las entrañas de una multitud es donde con más facilidad y mayor potencial destructivo podría camuflarse la amenaza de los muertos vivientes, así que los eventos culturales o deportivos que conlleven una excesiva aglomeración de espectadores pasarían a la historia. La imposibilidad de distinguir a los zombis descerebrados de los hinchas de un equipo de fútbol o de los fans de David Guetta harían muy desaconsejable este tipo de actividad grupal.

Se acabó el grunge: El atildamiento en el presentarse y el cuidado en la propia compostura se convertirían en los únicos signos de inequívoca humanidad accesibles a la visión. O expresado en otras palabras: ¿cómo saber, si de repente topamos con un desconocido en una callejuela, que ese alguien es humano y no un zombi? La respuesta sería fácil: sabemos que está vivo por su cara lavada, ropa planchada, cuidado peinado y afeitado impoluto. Así que las camisas de franela asilvestrada, los pantalones zarrapastrosos y las melenas al viento se convertirían en un tabú universal. Nada de grunge, ni de punk, ni de estilismo alguno que conlleve sietes en la ropa o perneras desiguales. Estilo, esa es la palabra. La humanidad pasará hambre, pero lo hará bien vestida.

Crisis en en el Partido Popular: El retorno a la actividad caminante de algunas figuras históricas difuntas podría originar un serio conflicto de intereses en el seno de la derecha española. ¿A quién habría que cederle la vara de mando en el caso de que comiencen a emerger de sus ataúdes las anteriores generaciones de prohombres que trabajaron tanto y tan bien por España? ¿Y qué cabría esperar de ellos? ¿Resucitaría Manuel Fraga como presidente del partido en democracia o lo haría como ministro de Información y Turismo del régimen? Y a todo esto, ¿de qué régimen? ¿Liberal conservador o nacionalcatólico? Muchos asuntos habría que poner sobre la mesa para llegar a un definitivo consenso entre las partes implicadas; largas y largas conversaciones de zombis sentados en torno a una mesa para dilucidar quién se hiciere con las riendas de la derecha española, y por tanto del destino de la nación. A no ser, claro, que fuese retirada cierta pesada losa de cierta cripta en cierta basílica montaraz, para que emerja su único habitante y todos en la derecha postapocalíptica admitiesen el liderazgo natural del zombi que tiene la cruz más grande.

El veganismo marcará tendencia: La consecuencia intercultural más rápida del alzamiento —el de los zombis— será sin duda la rápida evolución en los usos gastronómicos. Empezando por la caída de las grandes cadenas de fast food; establecimientos débilmente protegidos por paneles de cristal a la par que repletos de hamburguesas cuyas texturas recuerdan a las de un apetitoso cerebro… el más fácil e inmediato reclamo para cualquier grupo de transeúntes resucitados; decenas y decenas de zombis devorando hamburguesas en centros comerciales cada fin de semana, esa sería una de las imágenes más recurrentes durante el holocausto. Por contraste, la sana alimentación vegetariana será vista como signo de humanidad, y no solamente de humanidad, sino de distinción y savoir faire. La más mínima sospecha de que un humano disfruta mordisqueando un muslo de pollo frito lo convertiría en un apestado, en un trasunto de la barbarie zombi. Los yonquis carnívoros —humanos, sí, pero carnívoros— se verían pues encaminados al destierro, cazando furtivamente para devorar carne animal durante ceremonias secretas celebradas en las umbrías entrañas de los bosques. Probablemente lo harían vestidos según la moda grunge… pero quién querría saberlo; a un devorador de pollo difícilmente se le puede considerar uno de los nuestros.

El futuro de la prensa: El holocausto zombi provocaría un cambio en los paradigmas del periodismo. De la rica pluralidad y despliegue de imaginación de los que gozamos en la prensa y televisión actuales, pasaríamos a un monótono panorama dominado por los columnistas y tertulianos perennemente obsesionados con los mismos temas. Tertulias donde discutirían eternamente sobre las causas de la holocausto zombi, sobre quién tiene la culpa del holocausto zombi y sobre a quién hay que votar para detener el holocausto zombi. Y quién sabe si también existirían tertulias zombis donde laureados todólogos recién salidos de la tumba departirían sobre la escasez de cerebros disponibles, achacándola a la derrochadora socialdemocracia de los vivos y los altos estándares de la clase media durante los inicios del siglo XXI. Aunque ningún sector de la prensa florecería tanto como el del corazón: gracias al regreso de incontable cantidad de famosos difuntos, la industria de la prensa rosa alcanzaría nuevas cotas. ¿Cuánto por una fotografía del cadáver andante de Greta Garbo o Lady Di? Las posibilidades editoriales son infinitas: revistas zombis del corazón donde los zombis de a pie pueden contemplar las vidas privadas de sus zombis famosos favoritos mientras mastican un cerebro en la playa.

Reinarán los boleros: El súbito retorno de las sucesivas generaciones de integrantes de Los Panchos provocaría una superpoblación de Panchos vivientes que únicamente podrá ser resuelta de dos maneras; una, que todos quienes han sido Panchos alguna vez canten juntos a la vez, lo cual parecería digno de una pesadilla de Richard Wagner. O una solución más sencilla y eficiente: que todos ellos se dividan en franquicias (Los Panchos 1, Los Panchos 2, Los Panchos 17.548…) para recorrer el mundo actuando al mismo tiempo en multitud de lugares diferentes, lo cual aplastaría toda posible competencia musical por causa del ineludible peso de los números. Por mucho que resuciten, los Beatles siguen siendo solamente cuatro. Por no hablar de Mozart, que tendría que conformarse con tañer el organillo junto al estanque del Retiro mientras las huestes de los Panchos dominan el mundo.

Desaparecerán las fronteras: En un mundo asediado por los muertos que caminan habrá pocos recursos y energías que destinar al cuidado de los pasos aduaneros. Además, dado que la epidemia será universal, no tendrá sentido intentar detenerla en las fronteras. Es más, el concepto «nacionalismo» perderá sentido, más que nada porque resultará imposible poner de acuerdo a los habitantes del mismo territorio acerca de en qué consiste esa supuesta nación. Imaginemos un caso práctico: referéndum para decidir la independencia de Catalunya. Tras la resurrección de los muertos, resultará difícil lograr un consenso entre Artur Mas y, por ejemplo, un gerifalte medieval catalán armado con un mandoble, quien probablemente no terminaría de entender el concepto de proyecto nacional en los mismos términos.

Alberto Chicote será un gran líder social: Era de prever. Hablamos de un individuo que reúne todas las cualidades para organizar a los supervivientes en un mundo arrasado por la plaga de los no muertos. No solamente por su habilidad para cocinar los mínimos ingredientes haciendo que tengn aspecto de manjar —sencillito y divertido— o para conseguir que la gente más dispar trabaje en grupo (algo que sin duda será muy necesario en mitad de todo el caos social), sino por ese olfato para detectar cosas fermentadas en los más insospechados rincones, olfato que se convertiría en una de las herramientas más útiles a la hora de localizar hordas de zombis. Eso sí, habría que convencerlo para que utilice ropa menos llamativa, si no queremos que atraiga a los muertos vivientes en un radio de cincuenta kilómetros. Pero por lo demás: Alberto Chicote is the man. Podrán confiar más en él que en cualquiera de nuestros gobernantes electos, eso seguro.

La economía crecerá: Al contrario de lo que podrían augurar los más pesimistas y al contrario de lo que vemos en las manipuladoras películas del Hollywood más progre, el holocausto zombi provocará un crecimiento económico sostenido. Sí, es cierto que los inicios serían duros, porque tras la caída de Wall Street y de la civilización tal como la conocemos (perdón por la redundancia), se produciría un periodo de severos recortes que sufriríamos todos. Pero a medio y largo plazo, la existencia de una masa zombi que no necesita de costosos servicios sociales como sanidad, educación o transporte (van andando a todas partes), y que está dispuesta a trabajar sin descanso a cambio de un ajustado salario consistente en masticar un cerebro de vez en cuando, permitiría una reforma laboral que por fin flexibilizaría el mercado hasta sus máximos, estimulando el emprendimiento y disparando el PIB de muchos países a niveles nunca antes vistos. ¿Qué podemos deducir? Que a nadie le gusta un holocausto zombi, pero a veces se necesita de un periodo de ajustes para que la prosperidad termine por alcanzarnos a todos. Donde usted ve un desastre, el emprendedor ve una oportunidad. Aplíquese el cuento.

Gram Parsons, la serie cósmica (y II)

The Flying Burrito Brothers. Imagen A&M.

The Flying Burrito Brothers. Imagen A&M.

(Viene de la primera parte)

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El dorado palacio del pecado

Gram Parsons vuelve a Los Ángeles. Los Byrds se han separado. Chris Hillman y él hacen las paces y deciden irse a vivir juntos, componer y reunir un nuevo grupo. Ahora van a ser un cuarteto. Ellos en las guitarras y las voces, Chris Ethridge al bajo, músico de sesión que trabajaría con Ry Cooder o Willie Nelson, y Sneaky Pete Kleinow al pedal steel, un intérprete único en su estilo. Sin batería fijo, este grupo, que tiene uno de los nombres más tontos que se recuerdan —The Flying Burrito Brothers realizará en su debut, The Gilded Palace of Sin (A&M, 1969) la simbiosis más perfecta entre el rock y el country, uno de los discos más importantes e incomprendidos de los años sesenta. Gram y Chris cantan como los Everly Brothers, mientras el pedal steel de Sneaky Pete suena a música espacial, muy diferente de los sonidos tradicionales, como si fuese un Sun Ra country. Las canciones comienzan con la optimista y eterna «Christine´s Tune» para ir oscureciendo el tono según avanzan: en ellas están las contradicciones del chico de campo que no encuentra su sitio en ninguna parte, la tristeza que no se va con las drogas: «Sin City»; la desesperación en la que puede ser una de sus mejores composiciones, «Hot Burrito #1»;así como las dos versiones, extraídas esta vez de la música soul, de la que eran fanáticos en esos días: la primera, convertida en un vals honky tonk, «Do Right Woman», y la segunda, la gospel «Dark end of the street», que en la voz de Gram Parsons se vuelve balada espectral. Para cerrar, una broma: Chris en el papel de serio evangelista, recita un sermón en «Hippie Boy», mientras Gram toca el órgano de forma solemne y se oyen los coros de «Peace in the valley»…

Además de la inmensa joya que es su música, del disco ha quedado para la historia el look del grupo. Parsons tuvo la genial idea de lucir unos trajes como los que llevaban sus ídolos, los cantantes country, recargados de lentejuelas y bordados. Para ello, fue al mismo sastre que los realizaba, Nudie Cohn, extravagante diseñador que había realizado el traje de oro de Elvis o el de las partituras de Hank Williams. Parsons le encarga cuatro Nudies, pero en lugar de motivos «clásicos», para el suyo bordará hojas de marihuana, pastillas, cruces y amapolas… Cada Burrito especificará los dibujos (son tremendos: el de Hillman en azul, con bordado de pavos reales y un sol en la espalda, Ethridge lleva un Nudie cubierto de rosas, y Sneaky Pete opta por un suéter de terciopelo negro atravesado por un pterodáctilo amarillo). Estos trajes seguían la tradición, pero al mismo tiempo resultaban casi dadaístas. Estamos viendo prácticamente a un grupo glam en el 69. Con una imagen tan arriesgada, iba a ser muy difícil acercarse al público pop. Los modernos preferirían otros hippies-country, de barba y melenas, vestidos con simples vaqueros, botas y camisetas. Pero como sabía Parsons, un artista country de verdad nunca saldría a tocar con unos vulgares Levi´s.

Hay un leyenda del rock que cuenta que en las oficinas del sello A&M todavía seguían llegando, al cabo de mucho tiempo, facturas pendientes de la primera gira de los Flying Burrito Brothers. Al grupo no se le ocurrió otra cosa que recorrer el país en tren y dejar un pequeño desastre en cada concierto. Tal era la desorganización y el estado de los músicos, que en Nueva York ni siquiera se presentaron. «Era como una película de vaqueros de Fellini», recuerda Chris Hillman. Pese al buen recibimiento de la crítica y aunque Dylan dijese que era su grupo favorito, la A&M, por este descontrol de la gira del tren, se desentendió muy pronto de ellos y tuvieron que volver a tocar en el circuito de bares honky tonk.

Llegó un punto en que Gram se había transformado en una especie de Keith Richards sureño. Los conciertos en bares frecuentados por el público belicoso del country, que en nada se parecía al de Sunset Strip, con su cantante maquillado de aquella guisa, no era suficiente para obtener dinero ni repercusión. Además, Parsons cada vez pasaba más tiempo con los Rolling Stones, cosa que le recriminaba hasta el propio Jagger, quien terminó por invitarle a abandonar el estudio de Elektra en el que estaban realizando las mezclas de Let it Bleed. Esta performance para televisión es un ejemplo de por qué los amigos le llamaban Gram Richards:

Los Flying Burrito tocaron en el concierto de Altamont. Como curiosidad, su actuación debió de ser el único momento del show en el que ni público ni músicos fueron atacados por los Ángeles del Infierno. Gram Parsons luce mechas rubias y una ropa que nadie en ese momento se habría atrevido a llevar, siendo hombre blanco y músico en un grupo de rock, se entiende. Tras los penosos incidentes, el grupo vuelve a sus actuaciones. Han contratado a Michael Clarke, el exbatería de los Byrds, y a Bernie Leadon, el que luego será fundador de los Eagles, para la guitarra (Hillman vuelve al bajo), y cuentan con la colaboración del violinista Byron Berline, el mismo que toca en «Country Tonk», de los Stones.

Gram esperará en vano a que Keith produzca el segundo elepé de sus Burritos y, sin ganas, comienza la grabación. No tienen canciones suficientes y las que componen no están a la altura. Burrito de Luxe (1970) es como un descarte de Sweetheart of the Rodeo, a pesar de canciones como «Cody, Cody», «Older Guys», y la famosa versión de «Wild Horses», grabada por ellos un año antes por cortesía de los Stones. Los únicos temas en los que Gram parece volver a cantar como antes son en la versión de «Image of Me», de Harlan Howard, perfecta para su personalidad, lo mismo que en «High Fashion Queen». (2)

En sus intentos cada vez más serios de construirse una leyenda de forajido al tiempo que destruye salud y talento, Gram se compra una enorme Harley, y a las pocas semanas tiene un aparatoso accidente que le manda al hospital. Cuando reaparece con los Burritos, Hillman, que ya ha tenido suficiente, lo echa del grupo. No parece que le afecte demasiado: en unos meses se va con los Rolling Stones a Inglaterra con su nueva novia, la modelo Gretchen Burrell. Por recomendación de William Burroughs todos inician una cura de desintoxicación. O algo parecido.

Al año siguiente, la trouppe de los Stones emprende camino al sur de Francia. No son vacaciones, se van por asuntos de millonarios con Hacienda. En una elegante mansión grabarán Exile on Main Street. Para tal efecto llevan equipo, familia y llaman a varios dealers de la zona. También se apunta una serie de amigos. Gram Parsons está, cómo no, entre este grupo. Keith y él pasan mucho tiempo tocando juntos, y son inmortalizados en una sesión de fotos con sus parejas, retratos en los que las estrellas del rock clausuran un espacio-tiempo. A partir de entonces, todo será la mugre y la furia.

Seguramente fueron los días más felices en la vida de Gram Parsons, tocando clásicos, droga en cantidades industriales, aislado del mundo y sus problemas, que por pequeños que fuesen era incapaz de afrontar. Pero aunque los Stones pudieran parecer un caos, tenían (al parecer, tienen) voluntad de hierro. Echaron a Gram y a su novia tras dos semanas de fiestas y peleas.

Cuando vuelve a casa, Gram se casa con Gretchen y se instala en el Château Marmont, un conocido edificio de apartamentos de Sunset Boulevard. Parece que está decidido a empezar de cero con una carrera en solitario. Se inspira en el dúo de George Jones y Tammy Waynette, y quiere una solista con quien cantar. La encontrará, como siempre, por medio de Chris Hillman, una folksinger que actuaba en los clubs de Washington D.C. Emmylou Harris es una intérprete maravillosa que apenas sabe quién es Gram Parsons, pero tras una primera toma de contacto en la que ambos cantan varias canciones clásicas, acepta grabar con él.

Gram Parsons y Emmylou Harris. Imagen cortesía de emmylou.net.

Gram Parsons y Emmylou Harris. Imagen cortesía de emmylou.net.

Gram espera otra vez que el productor de este nuevo disco sea Keith Richards, pero desde lo de Francia no volverá nunca más a tener noticias de su amigo. Entonces pedirá en la discográfica a Merle Haggard. La leyenda del country acepta reunirse con él y en un principio parece que le hace gracia la idea de producir al sureño melenudo, a pesar del desprecio que siente por los hippies. Pero en el último momento, el cantante, como un Parsons cualquiera, decide que no. El destino le devuelve la jugada a Gram y la decepción que se lleva es una de las más grandes de su vida.

Gram se tiene que contentar con el ingeniero de sonido de Haggard y contrata de su propio bolsillo a la TCB de Elvis: el guitarrista James Burton, Ronnie Tutt en la batería y Glenn D. Harlin al piano, más el violinista Byron Berline. Una decisión que, como de costumbre, ningún otro músico rock en ese momento habría tomado, pues significaba tocar con los músicos más poco auténticos del mundo, una horterada, los del Elvis de Las Vegas. Era 1972, ya había salido American Beauty de The Grateful Dead, y estaba a punto de ser disco de platino el elepé debut de los Eagles. Es lógico que Parsons estuviese muy, muy quemado.

Con un verdadero supergrupo, la voz de Emmylou Harris y un Gram Parsons más centrado que de costumbre, el resultado es excepcional. GP (1973) es una cumbre del rock and roll, el country gospel solemne y honky tonk despreocupado, con canciones inolvidables («Still Feeling Blue») y armonías vocales perfectas («We’ll Sweep out the Ashes in the Morning», «That´s all it took»). Tiene versiones muy escogidas, como de costumbre, «Streets of Baltimore», y la impresionante «Cry One More Time», de la J. Geils Band. Letras cantadas con toda el alma, en las Gram expresa su carácter autocompasivo y la necesidad constante de atención («She», «A Song For You», «How Much I´ve Lied»). Parsons encarna a un honky tonker moderno que cae en los excesos una y otra vez y después corre a aligerar el peso de la culpa en la iluminación espiritual, con ángeles, demonios y todo el bello equipo religioso que ha dado tanto juego en la música popular. Las imágenes de la portada, fotos de Gram, muy cambiado físicamente, en su lujoso apartamento, son también propias de un artista que no se pliega a las modas.

Para promocionar su espléndido disco, Parsons reúne un grupo, The Fallen Angels, con Emmylou y antiguos amigos. La gira es, salvo algunos conciertos de leyenda, un fracaso. El viaje en autobús es un tópico rock de broncas y escándalos. Gram, fuera de sí, hasta recibe una paliza de la policía, pero cuando canta con Emmylou, el público olvida que lo está viendo en su peor momento.

El año 73 será el final de todo. Su amigo Brandon DeWilde muere en un accidente de coche. El guitarrista Clarence White, magnífico intérprete de bluegrass, también fallece, atropellado por un camión mientras está recogiendo sus instrumentos. Gram, muy afectado, escribe «In My Hour of Darkness» en su honor, y en el funeral de White, una fría ceremonia católica, él y unos amigos, muy borrachos, entre los que se encuentra su road manager Phil Kaufman (2), prometen que cuando uno de ellos muera los demás quemarán y esparcirán sus cenizas en su lugar favorito. El parque Joshua Tree.

Un Ángel Severo

I wanna live fast love hard die young and leave a beautiful memory
I got a hot-rod car and a cowboy suit and I really do get around
I got a little black book and the gals look cute and I know the name of every spot in town

Faron Young, 1955.

Gram Parsons no vio publicado su último disco, Grievous Angel (1974). Para la portada tenía pensada una foto de él y Emmylou a lomos de una Harley, pero su mujer Gretchen censuró la idea y solo permitió una imagen de Parsons sobre fondo azul celestial. No es un disco tan perfecto como el anterior, pero los duetos siguen siendo escalofriantes (las versiones de los Everly Brothers de «Love Hurts», que Gram y Emmylou siguen casi al pie de la letra; la de Tom T. Hall, un éxito del sonido Nashville, «I Can´t Dance»), las devastadoras «Brass Buttons» y «1000 $ Wedding», y el clásico «Oooh Las Vegas». Es un resumen perfecto del country de Parsons: tradición agitada por una nueva era, desperada y más nihilista.

No se podía haber escogido mejor una despedida que «In My Hour of Darkness» (con Linda Rondstadt en los coros). En ella, con desoladas imágenes, Parsons, además de recordar emocionado a sus amigos muertos, escribe el mejor panegírico que nadie ha realizado sobre él mismo, retratándose de forma muy sincera:

Otro joven rasgueaba con seguridad su guitarra de cuerdas plateadas
Y él tocaba en cualquier parte para la gente
Algunos decían que era una estrella
pero solo era un chico de pueblo
sus canciones sencillas lo reconocían
y la música que él tenía dentro, muy pocos la poseían

Gram decidió moderar su consumo de sustancias durante la grabación del disco. Otra cosa fue cuando esta terminó. Volvieron las fiestas y el exceso. Puestos a empeorar las cosas, Gram decidió tomarse unas pequeñas vacaciones en el Parque Nacional del Joshua Tree con su actual novia, Margaret Fisher, una antigua amiga del instituto que había vuelto a su vida, y otra pareja. Los cuatro se alojaron en el motel Joshua Inn, lugar que adoraba Gram. El pueblo, lleno de bares y casuchas, estaba poblado por auténticos colgados desde los años treinta, cuando aquel sitio se había convertido en centro de peregrinación de aficionados a lo paranormal. Al cabo de un par de días, Gram quiso drogas duras. Pidieron heroína, pero en su lugar les trajeron ampollas de morfina. Parsons se inyectó un par de ellas e inmediatamente se sintió mal. Tras unas decisiones equivocadas, en unas horas ya estaba inconsciente. Llamaron a la ambulancia, que solo pudo testificar que Gram Parsons había muerto.

Hasta aquí, la típica historia. A partir de ahora, el carrusel pintoresco. Después de que la policía interrogase a los testigos, estos llaman a Phil Kaufman para informarle de la triste noticia. El cuerpo de Parsons ya está en el aeropuerto, a punto de ser enviado a Nueva Orleáns, porque lo ha reclamado su padrastro para el entierro. Kaufman coge su furgoneta, y en poco tiempo se planta en la sala de la funeraria con un amigo. De alguna manera engaña al vigilante de seguridad y consigue llevarse el ataúd de Parsons, emprendiendo camino hacia el Joshua Tree. Allí, en un enclave especial, Cap Rock, depositan el ataúd, lo abren, cubren de gasolina el cadáver desnudo de Parsons y lo prenden fuego durante unas horas. Con miedo de que llegue la policía, alertada por las llamas que salen del cadáver, lo tapan y huyen de allí. Será encontrado al cabo de poco tiempo por unos excursionistas. La policía no se ha encontrado con un caso semejante, y posteriormente, mientras Arthur Penn está grabando exteriores en su casa para la película La noche se mueve, unos agentes detienen a Kaufman y a su amigo por «robo de cadáver». Más adelante, en el juicio, los dos tendrán que pagar una multa por la ocurrencia. El director de cine le dirá a Kaufman que, sinceramente, estaba rodando la película equivocada.

Grievous Angel se publicó en 1974 a título póstumo. La historia del rock está repleta de muertes como esta, una anécdota absurda y morbosa. Pero hay pocas que se comparen a esta peripecia que ha oscurecido la estrella de Gram Parsons, que aunque no fue tan rutilante como las del club del 27, por obra y gracia de este funeral psico-vikingo y el revival posterior se convertiría en un mito. Él hizo todo lo posible por serlo en vida, y aptitudes no le faltaban. Quiso recorrer muy deprisa la ruta hacia el triunfo mediante excesos en lugar de disciplina, y le faltó la perseverancia de otras máquinas para esto de la autodestrucción controlada, que mudan de piel y sangre como quien se quita un modelito, para seguir y seguir. Fue un músico privilegiado, con una enorme comprensión de la música popular americana, demasiado ensimismado en una tradición que ya nadie entendía, salvo por la vulgarización y el comercio. Si en el principio de los años setenta poca gente soportaba semejante derroche de talento y exposición sentimental, ahora escuchar sus discos, verlo vestido con alguno de sus Nudies, es como si contemplásemos, mudos y asombrados, a los extraterrestres que con tanto afán buscaba el frágil Gram Parsons en el desierto.

_____________________________________________________________

(1) La portada de Burrito de Luxe es muy poco atractiva. Gram creyó que fotografiar unos burritos tachonados de lentejuelas iba a ser glamuroso, pero el resultado queda muy lejos de esa intención. Los extraños trajes que luce el grupo son promoción de una película cuyo metraje ha desaparecido, o quizá ha sido tirado a un volcán para proteger a los implicados: Saturation ´70, en la que participaban Michelle Phillips y Parsons, rodada en el Joshua Tree durante la concentración de amigos de los extraterrestres que se celebra allí cada año.

(2) Famoso road manager de los Stones, Zappa y Parsons, entre otros, que comenzó como actor en pequeños papeles de Hollywood. Fue arrestado por posesión de drogas y coincidió en la cárcel con Charles Manson. Al salir, pasó una temporada con la Familia en el Rancho Spahn. Kaufman grabó las cintas de lo que sería el disco de Manson, Lie: The Love and Terror Cult.

 

Game Theory explains professionals’ play

Game theory

You play rock-paper-scissors against someone. What is the best strategy? Of course, it depends of what your opponent does. If he is someone who always plays “rock”, then you better play “paper”. But if your opponent is not that naïve and searches for his best play, what would you do? The first thing to notice is that you must be unpredictable. The next thing is to compute the probabilities of choosing each one of the options. In this game, since what you gain when you win is the same regardless of your choice it can easily be shown that you have to play each action one third of the times. The same is true for your opponent. Given what you do, your opponent cannot do better by changing his or her way of choosing, and vice versa. This equilibrium situation in which players choose randomly is called a in mixed strategies Nash equilibrium (MSNE).

The Nash equilibrium is central to Game Theory and plays an important role in analyzing economic as well as other social problems. However, the fact that the theory suggests that agents must sometimes choose their course of action at random seemed problematic. Do agents really randomize when the theory says they must? If they do, do they randomize according to the probabilities given by the theory?

There have been some approaches to these concerns. Some deal with empirical research to find real life examples of randomization, some others with finding more complete descriptions of the strategic interaction that may avoid the actual use of mixed strategies and yet others try to test the theory in the lab. We do not have many data regarding the empirical evidence, and the data from the lab do not support well the theory. In this article we will review a different approach: look what happens in actual sport games. They provide us with situations in which to explore the theory, situations that are very well structured, simple, and where players are experts at what they do.

The first such exploration was conducted by Walker and Wooders (2001) 1. In this work the authors study the behavior of tennis players at Wimbledon in the serve-and-return phase of the play. In tennis, the service is a very important part of the game. Although the server can hit the ball to aim at any part of the court in which he receiver waits, most of the hits fall in two categories: left or right. Services are too fast, the receiver has to guess where the ball is going to be, and move there at the same time the server is hitting the ball. If the server plays, say, “left” and the receiver plays “right”, there is a higher chance that the server wins the point compared to the case in which the receiver plays also “left”. Unlike in “rock-paper-scissors”, the win is not certain, but statistical, and the probabilities differ depending on the strategies: “left-right” may provide the server a different probability of winning the point than “right-left”. A tennis match allows the authors to complete a table with all the relevant statistics for all the “server-receiver” strategy combinations: L-L, L-R, R-L and R-R. Because of the asymmetry of the numbers the equilibrium does not need to imply playing the two options with equal probabilities. The results of the statistical tests reveal that professional players do choose their strategies in the correct proportions as indicated by the MSNE theory. However, they do play these proportions in a really random way, as they tend to switch too often.

The next studies came from football (soccer). Chiappori et al. (2002) 2 use data from 459 penalty kicks in the French and Italian leagues over a period of three years. Like in the serving situation in tennis, the strategies of the kicker and the goalkeeper are considered simultaneous for all practical purposes. The authors cannot test individual data, as a given player is almost never involved in five or less penalty kicks, and all the analysis has to be done at the aggregate level. The authors consider three strategies: left, center and right. Because the goalkeeper almost never stays in the center, a further assumption is made: if both the kicker and the goalkeeper choose “center”, then the probability of scoring is zero. One consequence of MSNE behavior is that the expected gains in each of the choices that are used in the mixed strategy must be the same (if one choice offers a greater gain, then it should be chosen more frequently). The authors do find good support for this prediction.

In a latter study, Palacios-Huerta (2003) 3 provides a more complete analysis. Like Chiappori et al. (2002), he also uses all penalty kicks in the pre-specified period and leagues to avoid any bias (Walker and Wooders, 2001, chose only long matches, which may be influenced by players playing exceptionally well according to the theory). Further, he collects more data: 1417 penalty kicks during September 1995 and June 2000 from professional games in Spain, Italy, England and other countries, including 22 kickers and 20 goalkeepers that were involved in at least 30 penalties each, and that can be used to conduct tests at the individual level. Several hypotheses have to be tested previous to the main analysis. First, there are right-footed kickers and left-footed kickers, so the model renames the “right” strategy to mean the natural side of the player, and both types of players are treated as one after the renaming as no difference in scoring is observed for left and right-footed players. Second, the strategy “center” is grouped with the “natural” side, as players report that they consider center as natural as their preferred side, the “center” strategy is seldom used and alternative treatments of this strategy do not alter the results. Finally, the work includes Montecarlo simulations to check that the statistical tests have sufficient power to distinguish equilibrium play form disequilibrium strategies.

Palacios-Huerta (2003) finds that the two predictions made by the equilibrium theory are met at both the aggregate and the individual levels: probabilities of scoring are the same for both strategies (about 80%), and there is no serial correlation in the choice of the strategy, neither in penalty kicks during the regular part of the game nor during shootouts (series of penalties to decide a tied match), meaning that the choice is as random as it can be. Given the different probabilities of scoring, the Nash equilibrium predicts that the kicker should use his natural side 58.01% of the times, and the goalkeeper should jump towards the natural side of the kicker 61.46% of the times. The observed frequencies are 57.69% and 60.02%, respectively. It should be noted that in this kind of games, this is enough to characterize the MSNE theory.

More recently, Azar and Bar-Eli (2011) 4, confirm the main results with a different set of data, completing the analysis using three strategies (right, center and left), and comparing the performance of the Nash equilibrium theory with different methods for choosing the strategy based on information of the marginal distribution of kicks or jumps. The authors show that the MSNE theory explains the data better.

References

  1. Walker, M., and Wooders, J. 2001. Minimax Play at Wimbledon. American Economic Review 91, 1521-38.
  2. Chiappori, P.A., Levitt, S., and Groseclose, T. 2002. Testing mixed-strategy equilibriawhen players are heterogeneous: the case of penalty kicks in soccer. American Economic Review 92, 1138-1151
  3. Palacios-Huerta, I. 2003. Professionals play minimax. Review of Economic Studies 70, 395-415
  4. Azar, O.H., and Bar-Eli, M. 2011. Do soccer players play the mixed-strategy Nashequilibrium? Applied Economics 43, 2591-3601

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Aliens, videojuegos y el gato de Schrödinger

Una escena de Al filo del mañana. Imagen: Warner Bros. / Village Roadshow / 3 Arts Entertainment.

La sensación de déjà vu desde el principio de la entretenidísima cinta sci-fi Al filo del mañana, es apabullante. Casi desde el primer segundo, no dejo de preguntarme por qué me resulta tan familiar la secuencia que constituye el núcleo de la historia, a saber: el (anti) héroe se despierta la víspera del día D en un campamento militar, pasa la noche en capilla antes de la batalla, es arrojado (literalmente) a una Omaha todavía más sangrienta que la original, en la que los aliados pierden la batalla, la chica muere a los treinta segundos de aparecer y él no dura ni cinco minutos bajo el fuego enemigo… Un final entre trágico y predecible, más trivial que triste. Lo cierto es que el no-héroe es cobarde, inexperto y nunca tiene oportunidad alguna.

Rebobinamos. Un instante después de su muerte, el héroe se despierta exactamente en las mismas circunstancias de la víspera. Sabe lo que le aguarda y trata de arreglar el desaguisado, pero todo es en vano. Como a la pobre Casandra, nadie le hace caso cuando intenta avisar a los mandos de la escabechina que les espera. Acaba de nuevo en la sangrienta playa, intenta salvar a la chica de su destino y lo único que consigue es llevarse un balazo en el pecho.

Rebobinamos. La tercera vez, el héroe lo hace un poco mejor, aunque tampoco llega muy lejos. Ni la cuarta, ni la quinta, ni la sexta… pero el bucle sigue y sigue y al cabo de los mil intentos, el tipo cobarde e inexperto del principio de la historia se ha transformado en un superhombre, capaz de realizar auténticas proezas, cuya técnica ha adquirido a base de palmarla cada vez que se equivoca y verse condenado, como Sísifo a empujar su piedra, montaña arriba, una y otra vez.

Déjà vu, déjà vu. Hasta que de repente caigo en la cuenta. Recuerdo las horas muertas frente a los videojuegos de la adolescencia, la forma en que uno aprendía los trucos para pasar de nivel, tres pasos a la izquierda, dos a la derecha, agáchate para evitar la bomba, voltereta lateral para esquivar la ráfaga que nos disparan al final del pasillo, apuñala al enemigo que te ataca por la espalda (no vale la pena girarse a mirar, ataca siempre en el mismo sitio, justo al final de la cuarta escalera del segundo salón) párate y cuenta tres antes de salir del refugio si no quieres que te sorprenda Terminator… uno aprendía los trucos a base de paciencia y repetición. La clave del superhombre no era poder especial alguno, sino, precisamente, la maldición de Sísifo. Si en lugar de una sola vida contáramos con millones de ellas, si recordáramos todos y cada uno de nuestros errores, podríamos tratar de corregirlos en el siguiente intento. ¿O no?

De hecho, esa es la clave de la historia, más allá de la estupenda aventura y los magníficos efectos especiales. ¿Y si uno pudiera repetir? ¿Dónde se escondería César aquella mañana de marzo? ¿Se darían cita todavía Francesca de Rímini Y Paolo Malatesta, demasiado enfermos de amor para remediar su desdicha? ¿Qué haría Héctor si tuviera que enfrentarse otra vez a Aquiles? ¿Se acobardaría tras los muros de Troya, sabiendo que el Pélida va a vencerlo, o por el contrario se atrevería de nuevo a plantarle cara? Y después de morir mil veces frente a la muralla… ¿No habría aprendido lo bastante como para derrotarle?

Pero volviendo Al filo del mañana, la razón por la que el héroe regresa al mismo punto cada vez que muere es la existencia de un bucle temporal, cortesía de los aliens. La física de cómo se crea el bucle y la motivación de los malvados pulpos invasores para crearlo es bastante discutible, pero démoslo por hecho y entretengámonos un instante con la paradoja.

Una escena de Al filo del mañana. Imagen: Warner Bros. / Village Roadshow / 3 Arts Entertainment.

Para empezar, el bucle temporal está mejor construido que en otras versiones de la misma idea, ya que está muy bien definido cuándo se cierra (cuando muere el héroe). Así, en cada versión de la historia suceden cosas ligeramente diferentes y a medida que nuestro Sísifo se va volviendo más hábil, inteligente y valeroso, la extensión de su aventura aumenta y se van añadiendo novedades. Si lo pensamos bien, estamos asistiendo a un universo en el que el tiempo también avanza, pero en el que cada instante se ramifica en infinitas posibilidades que el condenado recorre una y otra vez. Instante uno, se lanza a la playa (cae mal). Instante uno (versión dos), se lanza a la playa, cae bien. Instante dos (versión uno), una bala perdida mata a su amigo. Versión dos, salva al amigo pero el intento le cuesta la piel. Versión tres salva al amigo, pero los matan a ambos un segundo más tarde. Versión cuatro, deja morir al otro y sigue adelante. Instante tres, corre hacia la trinchera (aquí se suceden otras mil versiones, cada una de las cuales se ramifica en otras mil). Encuentra a la chica, se asocian, intentan salvar a la humanidad y en la aventura la ve morir miles, millones de veces. Al final la ama con una pasión que supera en mucho a la de Orfeo, a fin de cuentas ha perdido a su Eurídice muchas más veces y en todas ellas ha querido rescatarla en vano del Hades. Todas las posibilidades se dan en cada segundo, casi todas trágicas. Y siempre, cuando llega el inevitable final, rebobinamos. El videojuego empieza de nuevo.

Hace un siglo, los padres de la mecánica cuántica se devanaban los sesos tratando de entender la más profunda de las paradojas de la nueva física. En su versión más popular, esa paradoja se concreta en el destino del gato de Schrödinger. Un desafortunado felino es encerrado en una caja, en cuyo interior, un elemento radioactivo, al desintegrarse, dispara un veneno capaz de matarle. Abandonamos al animal a su suerte y, en la habitación contigua, especulamos sobre su destino. En el siguiente minuto, digamos, existe una probabilidad entre tres, de que se dé esa desintegración. Si se produce, el gato muere. En otro caso, el gato vive. Pero la probabilidad del 30 %, que tiene un sentido fácil de explicar si realizamos el experimento cien veces (en ese caso treinta de los mininos acabarían patitiesos) es más difícil de interpretar cuando se trata de un solo experimento. La función de onda cuántica que describe el estado del elemento radioactivo no se «colapsa» en una estado concreto hasta que se realiza la medida. De ahí que, según la interpretación canónica de la mecánica cuántica, mientras dura el experimento, el gato se encuentra en un curioso «estado mezcla» 30 % muerto y 70 % vivo. Ese estado mezcla solo se resuelve, en oros o bastos, cuando abrimos la caja.

Esa es la llamada interpretación de Copenhague, que por cierto, nunca me entusiasmó. Mucho más atractiva es la hipótesis de Everett, también llamada teoría de los muchos mundos, según la cual, cada posible estado de la función de onda da pie a un universo diferente. Así, cada instante temporal se ramifica en infinitos cosmos. En uno de ellos no es Cristo, sino Judas quien muere en la cruz. En otro los troyanos escuchan a Casandra y queman el caballo de la infamia con todos los aqueos dentro. En un tercero Hitler gana la gran guerra y en otro Ettore Majorana no salta de su barco, aquella noche, camino de Palermo.

Pero en otros, la Tierra no está habitada por hombres, sino por ángeles, o centauros. O no existe la Tierra. En millones de universos el sol explota antes de que el sistema solar pueda formarse. En otros nunca se encienden las estrellas. Las combinaciones son inagotables y las tragedias innumerables. Casi ninguna historia, se sabe, termina bien.

Everett, entonces, nos proporciona un hilo director mucho más rico para entender nuestra historia. El héroe recorre, trabajosamente, cada uno de los posibles mundos en los que se ramifica la función de onda a cada instante. Y en cada paso sufre y muere. La siguiente vez llega algo más lejos, sufre aún más, muere de nuevo. Pero al final del camino, es más valiente, más sabio, más humano.

Sísifo es un héroe clásico y los griegos no se podían quitar el destino de encima. Nunca dejó de empujar la piedra y de verla rodar, impotente, montaña abajo. En cambio, el protagonista de Al filo del mañana, es un héroe moderno, que no se limita a sudar y sufrir, intenta cambiar las cosas una y otra vez. Si los aliens ostentan el poder de los dioses, entonces, sostiene, los dioses tienen que morir para que seamos libres.

No contaré si lo consigue o no, so pena de ser acusado de spoiler, pero sí diré que, vencedor o vencido, este héroe moderno que se revela contra la tiranía de Omega goza de todas mis simpatías. Tiene a su favor, cierto, el recuerdo de los errores pasados, pero quizás, dentro de lo que cabe, todos nos hemos equivocado y a todos, alguna vez se nos ha dado la oportunidad de empezar de nuevo. La lección aquí está clara. Hay un universo posible mejor que este y puede construirse entre todos.

Quizás la historia de la conciencia es similar a la que nos cuenta esta estupenda película, con una ligera diferencia. Imaginen que cada uno de nosotros somos héroes en nuestra particular Odisea. En cada instante suceden cosas que pueden matarnos y cuando eso ocurre el bucle temporal se cierra y regresamos al instante de nuestro nacimiento. En una vida, nuestro primer amor nos traiciona y nuestro yo adolescente muere de un exceso de anfetaminas. En la siguiente lo superamos, apretando los dientes y estudiando para el examen de Álgebra, pero nos atropella un coche camino de la facultad. Un millón de vidas más tarde se cae el avión en que viajamos camino de una conferencia, cien millones de vidas después se nos lleva por delante un tumor a deshora… pero quizás, a medida que el bucle gira y gira, encontramos a la mujer o el hombre de nuestra vida, alguien descubre un antídoto para la vejez y una cura contra el cáncer y seguimos adelante, viviendo y olvidando, olvidando y viviendo.

Quiero creer que cada uno de esos intentos nos hace mejores. Quizás, en algún momento, alcanzamos la perfección. Y con ella llega el nirvana y la memoria total, el recuerdo de todas las vidas, la punzada última que nos traspasa el corazón evocando cada uno de nuestros amores, y las infinitas versiones de nuestros padres y nuestros hijos, nuestros triunfos y fracasos, nuestros cielos e infiernos. Todo explota en una sola chispa de luz con la que se nos concede la redención última, la última absolución. Después, por fin, el olvido.

Una escena de Al filo del mañana. Imagen: Warner Bros. / Village Roadshow / 3 Arts Entertainment.

Juego de tronos IV: Tormenta de pavas

El típico niño tonto que asusta a las palomas. Imagen: HBO / Canal Plus.

(Sin rodeos: hacemos SPOILERS de la cuarta temporada de Juego de tronos y los hacemos desde ya. Si aún no sabe cómo acaba, puede seguir leyendo, pero muerda un palo y aguante. Como dijo Shae, el que avisa no es traidor).

En una letrina, como debe ser. Y sentado literalmente en ella, porque estaba haciendo caca. Así es como deben morir los grandes y así es como ha muerto Tywin Lannister. Quizá con menos chapoteos de los que imaginó originalmente George R. R. Martin, siempre tan folclórico cuando se trata de la biología, pero aun así de forma «gótica». El eufemismo no es nuestro, sino de Charles Dance. Eso dijo de la muerte de su personaje en una entrevista en Sky News. Que moría de forma gótica y que lo sabía a su pesar, porque hubiera preferido no saberlo. Le reventó la sorpresa un fan, porque los fans es lo que tienen, y solo después de hacerlo Dance se animó a conocer cómo sería el final del hombre más poderoso de Westeros, aquel de quien se decía que cagaba oro. Era una mentira más, como Martin aclara en el papel. Obviamente, aquel hombre no cagaba oro.

Acaba de concluir la cuarta temporada de Juego de tronos y en esta santa casa es tradición repasar los puntos flacos y los logros de la adaptación. Y lo hacemos en catorce puntos, siete para lo mejor y siete para lo peor, porque hay que cuidar los detalles y porque a tal grado llega nuestro compromiso con la magna obra de Martin, que adaptan David Benioff y D. B. Weiss. Si no lo sabía, ya lo sabe. Eso y que hablaremos también de los libros pero solo hasta el punto que haya alcanzado la serie de televisión, que dependiendo de la trama es uno u otro. Que no le contaremos nada de lo que vaya a pasar, para entendernos, y que puede pisar con tranquilidad. Procedamos.

Lo mejor

1. La forja de las espadas

Hielo, el histórico mandoble de los Stark, fundido de nuevo en la forma de dos espadas. Acero valirio al rojo, Las lluvias de Castamere de fondo y el patriarca Lannister arrojando al fuego la vaina del arma, de piel de lobo. Sin texto, sin explicaciones y lo que es más determinante: sin que hagan falta. Fue un momento televisivo soberbio.

Tywin siendo malísimo. Imagen: HBO / Canal Plus.

El breve prólogo con el que abrió esta temporada de Juego de tronos constituye un ejemplo de la madurez de la serie, que se puede permitir secuencias así de parcas y conseguir que resulten, recurriendo al término técnico, jodidamente épicas. Si algún momento de esta temporada mereció un aplauso, ese fue el primero.

2. Vomitar fosforito

Aunque los aplausos, como sabrá, se los llevó este otro momento:

«¡Oh my God, esto no se veía venir en absoluto!». Imagen: HBO / Canal Plus.

No nos lo diga: se le hizo corto. A nosotros también, no se crea. Y al resto de Occidente. Un par de minutos extra no hubieran estado mal, en eso estamos todos de acuerdo. Y unos cuantos gorjeos más, quizá acompañados de burbujitas. O que apareciese un águila y le picotease los ojos, por ejemplo. Tres temporadas enteras, tres, llevaba el repelente niño Vicente atravesando la peor edad del pavo que se recuerda desde las gemelas Olsen. Al final fue Olenna Tyrell quien ejerció de improvisada supernanny y el método pedagógico de su elección fue un veneno que, si lo tomas, vomitas fosforito.

Joffrey ha muerto y ha muerto como deben morir las reinas de corazones: sin redención. Y vamos a detenernos a felicitarnos por esto, porque era improbable. La tele conoce sus propias normas y las majors de Hollywood, no digamos. Escribiese lo que escribiese Martinoriginalmente, es más que probable que por las oficinas de la HBO hayan circulado adaptaciones del guion en las que al final Joffrey, si te fijas, pues tampoco era tan mal chaval. Podría ser incluso la víctima, fíjate lo que te digo. De sí mismo y de sus cromosomas, que no presentan precisamente la divergencia genética que recomienda la Organización Mundial de la Salud. O de su madre, que está como las maracas de Machín, y de su familia en general. Como Tyrion, sin ir más lejos, que a lo largo de esta temporada juega precisamente ese papel, el de víctima de su familia, a cuyo mismo efecto se le han evitado un par de secuencias en las que el personaje más carismático de la serie se comporta como un auténtico enano coñón. Cualquier cosa menos matar al niño, porque a los niños no se les mata. Y, si se les mata, qué menos que dando pena.

Pero no. Si fuésemos una foca, la muerte de Joffrey sería el arenque. Por suerte, ha sido lo que debía ser: un caramelo para los espectadores, el primero que nos dan Martin, Weiss y Benioff en tres libros y cuatro temporadas. Y una feliz violación, de paso, de una de las normas más elementales de la retórica televisiva, lo que siempre es saludable porque la retórica televisiva es mojigata, convencional y muy comercial. Y está poco dispuesta a saltarse sus propias reglas.

3. La insoportable levedad de Sansa

Y ahora que hablamos de normas, hablemos de una de la ficción. Una muy elemental.

Sansa haciendo lo que mejor sabe: mirar al infinito con la boca abierta. Imagen: HBO / Canal Plus.

Es un hecho ampliamente documentado que Sansa es tontísima. Pánfila, muy pánfila. Nos la venden inocente, pero no cuela. Es boba. Tanto que a la mitad de la parroquia nos tenía desquiciados ya, pero eso es lo de menos. El pavo de Sansa comenzaba a ser un problema mismo en la narración, una espina que te saca de la historia y te hace pensar no en lo que te están contando, sino en su porqué. Cualquier narración moderna, y sobre todo Juego de tronos, es a la par el retrato del viaje interior del personaje, de su maduración. Véase la de Arya, la de Jon o esa escena de gloria en la que Catelyn, tan maternal ella y tan cauta que era, le prometía a su hijo la sangre de los Lannister. Daenerys, Bran, Samwell… Incluso Jaime Lannister y Sandor Clegane cambian. Todos lo hacen menos la gilipollas esta.

Hay una buena razón, nadie dice que no: Sansa se lo podía permitir. Al menos, hasta ahora. La trama de Sansa no ha ido realmente sobre Sansa. Ha funcionado como un espacio narrativo contenedor al que recurrían los creadores para acabar sucesivamente con todos los enigmas que arrastraba la serie, fundamentalmente la identidad de los asesinos de Joffrey Baratheon y Jon Arryn. Y su verdadero protagonista, por tanto, ha sido Meñique. En el octavo capítulo, a Dios gracias, Sansa da su primer síntoma de espabile en cuatro temporadas, coincidiendo precisamente con el fin de todas estas revelaciones. Se viste de plumas –en un lugar denominado «Nido de Águilas», para quien se le escape la etiqueta–, se pone un escote de aquí a Braavos que invita a gritar ídem y ejecuta una bajada de escalera que ni las hermanas Duval. Parece que, por fin, va a dejar de darnos absolutamente igual que la casen, la rapten o la operen del apéndice. Y ya iba siendo hora.

4. La buddy movie que no será

Si de este cisco en que se ha convertido Juego de Tronos alguien decidiera sacar todavía más rentas y filmar un spin off, en un mundo ideal estaría dedicado a la pareja más carismática de esta temporada:

Flick y Flak, dos en un reloj. Imagen: HBO / Canal Plus.

Cuando una obra literaria se adapta a la pantalla a veces es un acierto restar contenido superfluo, otras sumar ideas que la obra original apuntaba pero no llegaban a desarrollarse. En el caso de Arya y el Perro los productores han optado por ambas cosas, así que tenemos una doble ganadora. Conscientes del potencial de este dúo, no han dudado en eliminar personajes secundarios y hasta terciarios implicados en su trama, consiguiendo que el corpus de personajes no deje en reunión minoritaria la boda de Lolita y dejando espacio para desarrollar a los protagonistas. Arya es uno de los personajes favoritos del público, eso apenas tiene discusión, pero también es cierto que su papel como líder de una banda de niños perdidos en la anterior temporada comenzaba a resultar insufrible. La irrupción de Sandor Clegane, primero como secuestrador y después como figura paterna absolutamente disfuncional, le ha enseñado más lecciones de la vida todas las traumáticas experiencias anteriores. Que la danza del agua poco tiene que hacer contra una big armour and a big fucking sword, por ejemplo, y que el pollo tienes que ganárterlo con la sangre de la frente de otro. Y que por muy intensa que te vuelvan tus desgracias siempre habrá otro con un pasado más doloroso que el tuyo. Por parte del Perro hemos asistido a una perfecta evolución del personaje, algo desdibujado en la primera temporada, donde más que un rudo guerrero sociópata sanguinario parecía un heavy bonachón, y muy plano en las dos posteriores, donde interpretaba simplemente eso, un rudo guerrero sociópata sanguinario. A lo largo de su trama en esta temporada hemos descubierto que en efecto lo es, pero sabemos por qué, además de presenciar su adhesión a la causa republicana. Y si bien el cariño que parece nacer en Arya hacia su captor es solo un apunte, y achacable a una especie de síndrome de Estocolmo e identificación con sus penares, el del Perro por su pupila es sincero e indudable.

Quienes leyeron los libros saben que jamás llegaron a encontrarse con Brienne y que Clegane queda moribundo y vestido de torero ante un destino incierto por otra causa, pero esta modificación en el argumento nos ha brindado algunos de los mejores momentos del último episodio. Ese tenso diálogo que el espectador sabe que desembocará irremediablemente en una magnífica manta de hostias, una lucha salvaje que deja al combate del otro Clegane y la Víbora Roja en una simple colección de posturitas y cucamonas. Ese diálogo en el que Sandor se otorga el papel de protector de Arya, sin ironía ninguna en la declaración, con un deje de indudable cariño. Ese diálogo en el que descubrimos, ya sin ninguna duda, que el Perro es humano.

5. Duneizarse

Imágenes: HBO / Canal Plus.

Duneizarse de Dune, se entiende. Esto es siempre una buena idea, estarán de acuerdo. O no, pero aquí vamos a proponer que sí. Es sutil, entre otras cosas porque hay muchos personajes que no cambian de ropa, pero ocurre: el vestuario de Juego de tronos deriva lenta pero inexorablemente hacia el mamarrachismo. Y esa es siempre una fantástica dirección.

6. Peterjacksonizarse

Y otra cosa que siempre es una buena idea: los mamuts. Y los gigantes, pero más los mamuts.

Como se ha dicho y redicho ya en muchas ocasiones, el gran acierto de la Canción de Hielo y Fuego reside en la delicadeza de su mezcla entre realismo y fantasía. Esta fina aleación –nueve partes de realismo, una solo de elementos estrictamente fantásticos– es seguramente la razón por la que ha conseguido atraer al prototipo de espectador que piensa que Bilbo Bolsón es una pedanía de Vizcaya. Es fantasía softcore. Fantasía de amplio espectro.

Esto, por supuesto, es muy fácil de decir pero no tan fácil de hacer. Juego de tronos no es una novela de Murakami, esas en las que lo paranormal asoma solo la puntita y siempre al final, después de novecientos gramos de prosa japonesa. En Juego de tronos hay dragones, caminantes blancos, sortilegios y magos. Hay de todo y en cantidad. No se puede concluir, ni mucho menos, que George R. R. Martin haya diluido la fantasía cuantitativamente. Lo ha hecho cualitativamente. ¿Con qué? Una pista: son peludos y suaves, pero no se dirían precisamente todos de algodón. Y tienen unos colmillos que si te empitonan te ponen a la moda.

El asedio de Minas Tirith, solo que sin Minas Tirith. Imagen: HBO / Canal Plus.

Los mamuts, en efecto. Porque, preguntémonos una cosa: ¿un mamut es un elemento fantástico o uno realista? No se crea que está claro. ¿Y los huargos? Porque son lobos. Grandes, pero lobos. Y lo mismo podríamos decir de los inviernos de Westeros, que son largos y obedecen a reglas enigmáticas, pero son inviernos a fin de cuentas. Y de la leche de amapolas, y de tantas otras cosas. El género por el que planea Juego de tronos no resistiría un análisis de periodismo de datos: salvo dragones, caminantes blancos y cuatro o cinco fetiches más que irían decididamente en el gráfico de lo mágico, todos los demás elementos sobrenaturales tendrían que aparecer en el gráfico de la fantasía con un asterisco.  O quizá en una tercera tabla que se titulase, más bien, «realidad enrarecida». Los mamuts son quizá el ejemplo más claro y ha sido un alivio comprobar que David Benioff y D. B. Weiss no se los han dejado en el tintero. Lo que nos lleva, por cierto, a su siguiente acierto.

7. Eliminar la Puerta Negra

La región Más Allá del Muro no es la Riviera francesa, como sabrá. La gente es muy garrula, los gigantes tienen muy mal café, los zombis están muy muertos y hay unos señores pálidos que no solo se proponen arrasar la civilización humana: es que además tienen la intención de hacerlo en taparrabos. Y del biruji que hace ya ni hablamos. Un circo, vamos. Y para protegernos de él hemos construido un muro de, pongamos, doscientos trece metros de altura. ¿Qué hacemos si queremos franquearlo pero somos un niño parapléjico que disfruta, además, del inigualable confort y las comodidades que ofrece la Edad Media? Fácil: vamos a un fuerte abandonado desde hace doscientos años, nos encontramos de casualidad con un miembro de la Guardia de la Noche que pasaba por allí, descubrimos la puerta mágica que resulta que también estaba allí y que solo puede abrir un miembro de la Guardia de la Noche, mira tú qué cosas, la abrimos y pasamos. Así de sencillo.

Es como lo hace Bran, al menos en los libros. La Puerta Negra del Fuerte de la Noche está enterrada bajo el Muro, es de madera blanca de arciano, emite luz y solo se abre recitando ante ella el juramento de la Guardia. Entonces abre la boca –porque tiene cara y boca, no te lo pierdas– y por ella pasa el interesado, en este caso Bran Stark, Hodor y Jojen y Meera Reed. En la serie, de momento, no la hemos visto cuando tocaba, que fue cuando Samwell Tarly y Eli se cruzaron en las ruinas del Fuerte con la compañía de niños. Ocurrió en el último capítulo de la temporada anterior y Bran, en lugar de por la puerta mágica, accedió al Norte por una cavidad ordinaria practicada en el Muro.

¿Por qué es un acierto su desaparición? Para empezar porque resulta un poco ridícula, para qué nos vamos a engañar. Un poco cueva de Aladdin. Pero, sobre todo, porque el artilugio solo funciona operado por un miembro juramentado de la Guardia, y eso obligaba a Sam y Bran a encontrarse para que el primero abriese la puerta y el segundo pasase. En televisión no lo hizo y aun así se encontraron, pero entonces tal ya no constituyó ninguna pirueta. Bran no necesitó imperativamente a Sam y por eso su encuentro dejó de chirriar, como sí hace en los libros. El que les escribe, en todo caso, temía que la elipsis fuera solo cuestión de economía narrativa y que la puerta mágica solo hubiera desaparecido de la tercera como desaparecieron los mamuts, por ejemplo –cuya aparición definitiva no vimos en televisión cuando correspondía, en el momento en el que Jon Nieve llega al campamento de los salvajes, sino cuando a Benioff y Weiss les resultó más socorrida, en el ataque contra el Muro de esta cuarta temporada–. Por lo visto no ha sido así y la mal llamada Puerta Negra, de momento, ha desaparecido completamente de la serie, probando que Weiss y Benioff no se dedican a adaptar la Canción de Hielo y Fuego solo aligerándola, sino también corrigiéndola. Y eso siempre resulta alentador.

Lo peor

1. Chayanne

Los de Dorne, dando la nota. Imagen: HBO / Canal Plus.

Algo huele a podrido en Dorne. Y a pescaíto frito. Al primer dorniense que hemos visto en Juego de tronos, el príncipe Oberyn Martell, le ha faltado solo decir que en Invernalia serán muy cívicos, reciclarán mucho y tendrán poco paro, pero que se suicidan porque llueve. Eso y que no hay nada como el sol de Lanza del Sol, que a ver si no de qué si iba a llamar así. Sí sabemos que le gustan, al menos, otras dos cosas más de su tierra: el vino y las mujeres, como a Julio Iglesias. Y los hombres, así es él de truhán y de señor, nanana-ná, ama la vida y ama el amor. Y aunque este en particular no vaya a amar ya muchas cosas más, su personaje es el patrón con el que se cortará toda la cultura de Dorne, que estamos a punto de conocer mejor. No descarten que en la quinta temporada, cuando la acción nos lleve al reino del sur, los Martell vivan en mezquitas, tengan duende –quizá también tocotó– y agasajen a sus invitados con una paella gigante, como en el Reto Fairy.

¿Se han columpiado Weiss y Benioff con la hispanidad, ejem, desbordante, de Oberyn? No mucho, en realidad. Dorne es uno de los siete reinos, pero no uno más. Igual que las Islas del Hierro –que mantienen un paralelismo más o menos claro con Escandinavia y la cultura vikinga– o Invernalia –que hace lo propio con Escocia–, Dorne también cuenta con una identidad propia y diferenciada del resto de Westeros, en su caso inspirada en los países mediterráneos. Es cálido, grande y peninsular, como Italia y la Península Ibérica, y como ellas está separada del continente por una cadena montañosa. Tiene su idioma propio y en su historia resuenan referentes claros de las Guerras Italianas y de la historia medieval española, particularmente la conquista musulmana y la Reconquista. Cuando una fan le preguntó en su blog por el fichaje de Pedro Pascal como Oberyn, el mismo George R. R. Martin se ocupó de aclarar que el reino de Dorne y la cultura dorniense no tienen tanto que ver con el mundo árabe –que es lo que sugería su contertulia, por cierto una opinión muy extendida– como sí con el sur de Europa. Los dornienses son «de apariencia más mediterránea que africana», precisó. «Griega, española, italiana, portuguesa, etcétera. Ojos y pelo oscuro, piel aceitunada». Y también se permitió denominarlos «salty dornish», por cierto. Que sería algo así como confirmar que tienen eso mismo, salero, arsa, tocotó.

Pero dijo que eran salty, insistimos. No gilipollas. En su gran secuencia final, aquella en la que se enfrenta a la Montaña, Oberyn sorprendió a propios y extraños con un estilo de lucha que a los extraños quizá les pareció muy resultón y Spanish-like, pero a los propios nos pareció Manolete haciendo parkour. Y poniéndose muy tontito con el asunto ese del honor, el duelo y la venganza, para mayor españolidad. Solo le faltó anunciar que su nombre es Iñigo Montoya, que tú mataste a mi padre y que prepárate a morir. Al final de poco le sirvieron los saltitos, como saben, y la Montaña le pintó la raya del ojo a la altura del hipocampo. De los muchos –muchos– parientes de Oberyn no podemos decir lo mismo.

2. El Darth Maul de las nieves

Son iguales, no digan que no. Imagen: HBO / Canal Plus.

A estas alturas lo sabrá ya, pero no está de más recordarlo. El caminante blanco ese que convierte bebés humanos en miembros de su especie se lo han sacado David Benioff y D. B. Weiss de su mismo arco de Trajano. Podría tratarse, eso sí,  del Rey de la Noche, a quien conocemos por un cuento de la Vieja Tata. O podría no serlo, porque vete tú a saber. De momento su función ha sido solo la de ilustrar cómo las mamás caminante blanco y los papás caminante blanco hacen niños caminantes blancos. Que es sin mamás, por cierto. Cómo se reproducen estas maléficas criaturas es algo que George R. R. Martin no explica en los libros y que nosotros, personalmente, nos podríamos haber muerto felizmente sin saber. En particular si la explicación es esa: que llevan bebés a una fortaleza de la soledad de Superman, pero creepy; que viene un caminante que es mismamente Darth Maul, pero ártico; y que convierte al niño en caminante blanco, pero cuqui. Para contar eso, mejor no haber contado nada.

3. Escarabajos metafóricos

Y otra creación de Weiss y Benioff: el primo de Tyrion y Jaime, Orson Lannister. Ese al que le gustaba matar escarabajos, por lo visto. CUN, CUN, CUN. Seguro que les suena.

Una de las constantes de Hollywood es que todo personaje recuerda en voz alta, venga o no a cuento, alguna anécdota de su infancia cargada de significado. La historia resultará clave para afrontar el inminente desencadenamiento de la acción y cerrará una cuenta pendiente con el pasado. El efecto no siempre está logrado, eso sí, y a veces suena a «aquel verano en Wichita otro niño me robó la bicicleta, por eso no dejaré que ahora este maldito terrorista se salga con la suya». El discurso que se marca Tyrion en la mazmorra acerca de su primo Orson, por desgracia, es un ejemplo de este segundo caso.

Tyrion planeando grandes metáforas porque, claramente, está el horno para bollos. Imagen: HBO / Canal Plus.

Tras golpearse la cabeza, el chaval se dedicaba obsesivamente a aplastar escarabajos mientras Tyrion, nos dice, lo observaba con su agudo ojo antropológico para desentrañar el profundo significado que residía en el gesto. Porque lo tenía, por lo visto. Weiss y Benioff se han preocupado de que nos quede claro, revistiendo la secuencia de solemnidad y gran aparato, quizá prefiriendo decirnos «cuidado, que esto tiene significado» en lugar de dejar que la historia hable por sí misma, cosa que haría si fuese pertinente. Como hace la que le cuenta Oberyn a Tyrion, sin ir más lejos, en esa misma celda, acerca de la ocasión en la que él y su hermana visitaron Roca Casterly, cuando Cersei le retorcía el pito a un Tyrion recién nacido. Gracias a que cuenta esa historia conocemos mejor el empeño de Cersei por acabar con Tyrion y sabemos que Oberyn está al corriente, así que nadie le tiene que convencer de la inocencia del enano. Su decisión de convertirse en su campeón reviste legitimidad gracias a esa anécdota, sencilla, funcional y emocionante. Y justifica la actitud de Tyrion, que de bueno que es, es tonto, pero se dispone a dejar de serlo. Y todo sin necesidad de ponernos estupendos y coelhianos con metáforas de escarabajos.

No es el único tic hollywoodiense que le toca a los hermanos Lannister. El más espantoso de todos tuvo lugar cuando Jaime le dio instrucciones a Tyrion durante su juicio para que se declarase culpable, asegurando que su padre aceptaría perdonarle la vida. Y en lugar de explicarle las razones –total, para qué–, le hace esa pregunta sin sentido, absolutamente convencional y ridículamente hueca que no le ha hecho ningún personaje a otro en toda la historia del cine estadounidense: «¿Confías en mí?».

Por suerte para el personaje y su reputación de gran orador, la lengua de Tyrion ha patinado en esta temporada pero también ha vuelto a brillar. Si decepcionaba al mostrar tanta extrañeza ante el comportamiento habitual de cualquier niño de provincias, lograba compensarlo previamente con el discurso final del juicio. Qué monólogo, señores. Ahí lo vemos enardecido, ni suplicando lastimoso por su inocencia ni cayendo en el error de asumir una culpabilidad que no le correspondía, sino exponiendo su deseo de haber sido culpable. Con rabia pero también con lucidez, creciéndose por momentos y poniendo a todos en su sitio, al primero de ellos a ese padre que nunca lo ha querido por ser tan contrahecho. Cuando sean así, para mejorar tan claramente las escenas del libro original, bienvenidos sean los cambios.

4. El capítulo monográfico de la batalla del Castillo Negro

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Jon Nieve nos ofrece una de sus mejores imitaciones: Popeye. Imagen: HBO / Canal Plus.

Mal. A los diez minutos de empezar, cuando te das cuenta de que te están volviendo a contarla batalla de Aguasnegras, te dan ganas de apagar la televisión y dedicar los cuarenta minutos restantes a alguna actividad más entretenida, como por ejemplo entrar en estado vegetativo terminal. Hay muchas batallas en Juego de tronos, todas se parecen y esta era la enésima. Poniéndose así de machacones con ella, Weiss y Benioff solo han conseguido meternos aún más por los ojos al bastardo de las nieves, para quien ya improvisaron en esta misma temporada una subtrama nueva –su incursión hasta el torreón de Craster– con la misma intención: convencernos de que, por alguna razón, Jon Nieve mola. Y no. Mola más Ser Allister. A quien, por cierto, deseamos una pronta recuperación.

Parece que nos hemos librado, eso sí, de sus escenitas de amor dignas de las peores radionovelas de la posguerra junto a Ygritte, que llevaba una temporada y media poniéndose muy intensa porque una vez le comieron el asunto en una cueva. Aprovechamos la ocasión para pedir urgentemente, por favor, ya mismo, que los guionistas hagan lo propio con Samwell Tarly y no lleven más lejos su relación con Elí, la mujer sin barbilla. Basta. Da igual lo que esté escrito en los libros.

5. La insoportable levedad de Daenerys

Y si sobraba tanta batalla en el Castillo Negro, he aquí un lugar donde se echa en falta: Mereen. Vale, sí. Quien haya leído los libros se puede imaginar por qué Weiss y Benioff han evitado darle carrete al sitio de la ciudad –guiño, codazo–, y a los que no les podemos confirmar que sí, hay una buena razón. Pero una cosa es eso y otra lo que vimos, que fue, bueno, pues nada. Danerys conquistó Mereen sin despeinarse, oye, de un capítulo para otro y como Pedro por su casa. Vino, vio y venció, como Julio César. El problema es que la muchacha más parece Shakira en el videoclip aquel de los caballos que una conquistadora, de modo que un poco de acción ilustrativa, por favor. Queremos creérnoslo, Benioff y Weiss. De verdad que sí. Pero echadnos una mano.

A lo mejor no lo han notado, pero desde que Emilia Clarke decidió que era más grande que Jesucristo y que no iba a hacer más escenas desnuda, se desnuda mucha gente de su cortejo. Lo han hecho Missandei, Gusano Gris y el nuevo Daario Naharis, de cuyo culo excelente hubo hasta un primer plano mientras Daenerys se servía una copa y ejecutaba con fruición su mejor cara de gustarle a una morder el mango bien madurito.

Culo con Shakira y copa. Bodegón. Imagen: HBO / Canal Plus.

¿Por qué? Bueno, pues porque a esta chica no le pasa mucho, en realidad. No en televisión, al menos. Está conquistando las ciudades estado de un continente entero y acabando con el esclavismo, pero a Weiss y Benioff les ha parecido que mira, mejor contarnos las tribulaciones románticas de Jorah Mormont, del propio Daario y de Missandei y Gusano Gris. Románticas y pagafánticas, por cierto, porque aquí mucho lirili pero poco lerele, y al final los únicos que acabado picando no son los que se aman, sino los que se desean. Real como la vida misma, por otra parte.

6. La violación de Cersei

Y hablando de culos: no hemos hablado aún de la escena de la cuarta temporada que ha hecho correr ríos de bits, la de la violación que-se-supone-que-no-lo-era. Esa en la que Jaime Lannister forzaba a Cersei frente al cuerpo mismo de su hijo, que también era hijo de él, en una ciclogénesis explosiva de incesto, depravación, ser muy cochino y hala, dar ya todo igual.

Los hermanos Lannister, todo un ejemplo para la juventud. Imagen: HBO / Canal Plus.

Debe achacarse la polémica a la torpeza del guionista y particularmente del director, Alex Graves. Queriendo filmar una escena de sexo duro, aunque consensuado, acabó filmando llanamente una violación, completamente fuera de lugar e impropia de los personajes, tanto Jaime como Cersei. Lena Headey es una actriz dotada. No era tan difícil pedirle que su lenguaje corporal mostrase la receptividad que de palabra no podía expresar. El propio George R. R. Martin se vio obligado a aclarar públicamente que esa mierda de escena —fue más diplomático— no aparecía así en los libros, en los que las circunstancias son muy distintas: Jaime acababa de llegar a Desembarco del Rey y Cersei lo desea. Lo que se vio en televisión fue algo distinto, y bastante peor.

7. Y Eso

Eso, sí. Con mayúscula. Eso que tenía que pasar y que no ha pasado. Prometimos no contar lo que va a ocurrir a continuación y no lo haremos, de modo que si no ha leído los libros solo le podemos poner la siguiente imagen y decirle una cosa: agüita, amiga.

7 AUSENCIA

Agüita con lo que tenía que ocurrir y no ha ocurrido al final de la serie, y específicamente al final del último capítulo. En Tormenta de espadas tiene lugar en el epílogo, y no por nada. Cuando uno le pone un epílogo a un libro con el mismo volumen que una caja de campurrianas, es por algo. En este caso, para colar el cliffhanger más espectacular con el que cuenta, seguramente, toda la Canción de Hielo y Fuego. Porque es eso, en efecto: un cliffhanger. La puntita, nada más, de algo muy gordo en ciernes. Pero gordo, gordo. Gordísimo. Por eso no importa las razones de economía narrativa que esgriman: el momento era ahora, entre temporadas, y no como presumiblemente será, como colofón de alguno de los primeros capítulos de la próxima, si no del primero. Seguramente Weiss y Benioff —y si no ellos, la HBO— quieran que el giro rinda a efectos promocionales en la próxima reentré de la serie, en 2015, y por eso lo han aplazado. Por eso y porque, obviamente, está empezando a ocurrirles lo mismo que a la otra: por lo visto, son más grandes que Jesucristo.

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