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¿En qué micronación le gustaría vivir?

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En estos agitados tiempos que vivimos en los que fuerzas centrífugas, centrípetas, euroescépticas, proeuropeas o pro vaya usted a saber qué, quieren unificar, federalizar, independizar, anexionar o hacer pino puente aquí o allá ante la perpleja mirada de tantos ciudadanos que ya no tienen claro dónde acabarán viviendo aunque sí cómo,  ¿quién, saturado por tanta corrupción y despropósito diario, no ha fantaseado con ser rey, califa o emperador de su propio imperio? Pues sepan ustedes que algunos lo han intentado, con más o menos acierto. Situadas a medio camino entre la fantasía y la realidad administrativa, las llamadas micronaciones podrían ser un buen lugar donde vivir, por ello les animamos a que voten cuál preferirían o propongan sus alternativas.

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La República de la Isla de las Rosas

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Se trataba de una pequeña plataforma construida junto a la costa italiana en 1964 que llegó a contar con un bar, restaurante y casino, con su propia moneda y con el esperanto como idioma oficial. Cuatro años después declaró su independencia, pero el gobierno consideraba que la finalidad del invento era no pagar impuestos e hizo intervenir a los carabinieri. Finalmente la marina demolió la estructura en lo que probablemente sea el mayor éxito militar italiano del siglo XX. Tras ello quedó un autoproclamado «gobierno en el exilio» y quién sabe si en el futuro un regreso de la diáspora de roseños a la plataforma prometida.

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Reino gay y lésbico de las Islas del Mar del Coral

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Ubicado al este de Australia, su bandera como no podía ser de otra forma es la del arco iris, y su proclamación tuvo lugar como protesta ante la prohibición del matrimonio homosexual en aquel país en 2004. Aunque de acuerdo a sus principios fundacionales sus habitantes podrán gozar de una libertad sexual de la que se carece aún en muchos países, el emigrante que acuda allá nos tememos que en realidad solo podrá practicar el onanismo, dado que está completamente deshabitado. Eso sí, el reino cuenta con sus propios sellos, así que al menos podrá enviar cartas.

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Christiania

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Ante micronaciones sin habitantes y otras sin territorio Christiania tiene ambas cosas, y además porros. Instaurado desde 1973 en un barrio de la capital danesa, casi un millar de hippies lo ocupan desde entonces, ahí drogándose tan a gusto. También tienen talleres de artesanía y reciclaje, guarderías comunitarias, una decoración muy colorista y lo más importante: no pagan impuestos. Esto último, teniendo en cuenta que el 40% de sus habitantes reciben ayudas estatales y que ingresan cada año unos ciento cincuenta millones de euros a cuenta de los derivados del cáñamo que venden en régimen de monopolio, nos hace pensar que mal no se lo han montado precisamente. Por supuesto como buena sociedad parasitaria se define a sí misma como autosuficiente y antisistema. El que quiera emigrar allá ha de saber que son muy restrictivos a la hora de aceptar nuevos vecinos, eso de «papeles para todos» no parece conmoverles el corazoncito.

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El principado de Sealand

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Durante la Segunda Guerra Mundial el Reino Unido construyó una plataforma militar cerca de su costa que sería abandonada en 1956 y ocupada desde 1967 por el locutor de una radio pirata. Desde entonces, no contentos con tener su propia bandera y su propia moneda, han querido darle una nueva magnitud al concepto de micronación y han tenido golpes de estado, enfrentamientos armados con el país vecino, prisioneros de guerra, gobiernos en el exilio y, en definitiva, dos facciones enfrentadas en una guerra civil reclamando cada una su legitimidad para gobernar en la plataforma. Lo que hace el aburrimiento.

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Reino de Redonda

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No podíamos dejar de mencionar el país del que el ilustre escritor Javier Marías es rey desde 1997 y los escritores y cineastas amigos suyos duques con variopintos títulos. Un país ideal para emigrar allá, hacer turismo o realizar ensayos nucleares, pero en cualquier caso ideal dado que no está oficialmente reconocido por la comunidad internacional. Aunque la isla en que se ubica sí existe y podrán localizarla en las coordenadas 16º 56’ latitud norte y 62º 21’ longitud.

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República de Minerva

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Los multimillonarios con aspiraciones enloquecidas sobre destruir el mundo, salvarlo o terminar destruyéndolo en su afán de salvarlo no son solo cosa de los cómics. A comienzos de los setenta un descendiente de lituanos que hizo fortuna en Las Vegas hizo descargar barcazas de arena en los arrecifes Minerva, en pleno Océano Pacífico, con el fin de crear allí una isla artificial. En ese terreno ganado al mar el 19 de enero de 1972 fue proclamada una república anarcocapitalista, una utopía destinada a iluminar al mundo donde no se pagarían impuestos ni existiría intervencionismo económico alguno. Pero apenas unos meses después Tonga reclamó ese territorio y lo ocupó, poniendo fin al invento. Ser derrotado militarmente por un país de apenas cien mil habitantes no debió ser fácil de encajar salvo que su fundador estuviera realmente convencido de sus principios: digamos que en un entorno de libre competencia Minerva perdió, así que ¡Viva Tonga!

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República de Molossia

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Situada en los estados de Nevada y Pensilvania, se trata de una micronación que está en guerra desde 1983 y no contra Estados Unidos como podríamos pensar inicialmente, sino contra Alemania del Este. Que la RDA ya no exista no es excusa para dar por concluidas las hostilidades. Por si eso no fuera bastante desde 2006 también está en guerra con Mustachistán, que sostiene que Molossia no es más que una parte de su territorio. Como himno nacional adoptó el de Albania, aunque cambiándole la letra. Los que quieran emigrar a este país han de saber que está prohibido introducir en él bombillas incandescentes, morsas y cualquier cosa de Texas.

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Reino de Lovely

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El escritor y presentador Danny Wallace realizó hace unos años una serie de reportajes para la BBC titulados precisamente How To Start Your Own Country, y como resultado de ello surgió el Reino de Lovely, para el que no encontró mejor ubicación que su propia casa. Pese a su escaso tamaño logró inscribir en ella como súbditos suyos a más de cincuenta mil personas, quizá ese himno nacional tan pegadizo tuviera algo que ver en ello…

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Nueva Utopía

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Otra utopía libertaria ubicada en una isla artificial, esta vez cerca de las Islas Caimán. Su promotor era Howard Turney, un millonario estadounidense que prefería hacerse llamar príncipe Lazarus Long y que hizo fortuna a partir de una hormona del crecimiento que se inyectaba a sí mismo a diario. Tenía aspiraciones de evitar el envejecimiento y la muerte, aunque dado que hablamos de él en pasado como ya sospecharán nuestros perspicaces lectores no lo consiguió. Entre sus referencias ideológicas se encontraba Ayn Rand, una guionista y escritora que durante varias décadas consumió altas cantidades de anfetaminas. Así que de esa combinación necesariamente tenía que surgir algo bueno, pero los gobiernos de los grandes países —sospechamos que por envidia o por socialismo, valga la redundancia han querido ver en el proyecto algo turbio relacionado con el blanqueo de dinero y el fraude. Aunque supuestamente ya debía estar construida hace años, de momento sigue flotando en el mundo de las ideas.

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Celebration

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Esta sociedad ideal creada por la compañía Walt Disney aunque de momento no aspira a ser un estado independiente al menos sí tiene entidad física y población (más de siete mil habitantes). Se trata de una próspera comunidad cuyos habitantes parecen llevar una vida tan idílica y opresiva como la del protagonista de El show de Truman. El mencionado Wallace fue a visitarla, tal como vemos aquí.

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Imperio de Aerica

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Entre tanto reino y república ya iba siendo hora de que alguien proclamase un imperio. Aunque su bandera no evoque dominio e intimidación recurriendo a las habituales águilas o leones, lo cierto es que Aerica desde su fundación en 1987 cuenta con posesiones en Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Marte, Plutón e incluso un planeta entero llamado Verden. El que quiera conocer algo más sobre este imperio en el que se rinde culto al Gran Pingüino puede visitar su web, todo un viaje en el tiempo a los años noventa, que es cuando debió diseñarse y así la dejaron desde entonces.

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República Senatorial de Timeria

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Si les decimos que en España existe un movimiento nacionalista que reclama un país imaginario al que ha dotado de un pasado sustentado en invenciones históricas seguro que a todos ustedes se le viene a la mente Timeria. Fundada en Cartagena en 2003, desde entonces ha sufrido guerras civiles y abruptos cambios de régimen que han terminado por llevarla a su extinción. Así que antes no existía, pero ahora menos aún.

¿Están locos estos galos?

Marine Le Pen. Foto: Cordon Press.

Marine Le Pen. Foto: Cordon Press.

Las alarmas sonaron rápidas en todas sus emisoras de radio y televisión: «En Francia ha ganado el Frente Nacional de Marine Le Pen». «En Francia ha ganado la extrema derecha». Sí, es cierto. Los primeros resultados que se iban conociendo ayer confirmaban lo que venían diciendo las encuestas desde hace semanas. Con un ligero aumento de la participación, que llegaría al 43%, frente al 40,63% de 2009, el FN de Marine Le Pen habría ganado las elecciones Europeas de 2014 en Francia con el 25% de los votos, frente al 20% de la UMP que quedaría en segunda posición. El PS de Hollande y Valls, gobernante desde 2012, habría sufrido una hecatombe sin precedentes quedándose en un exiguo 14%. Francia elegía ayer 74 diputados (72 en 2009; 54 por ejemplo elegía España). De las siete circunscripciones electorales en las que se dividía Francia en estos comicios, el FN ganaba en cinco con la excepción de Île-de-France (región de Paris) y Ouest (la Bretaña y alrededores). En el momento de escribir estas líneas, ayer bastante tarde, los resultados otorgaban al FN de Le Pen 22 escaños; 18 a la UMP; 12 al PS; 8 a los Centristas-Moderados; 8 a los Verdes y 5 al Front de Gauche. 74 escaños en juego. Los resultados finales han otorgado al FN de Le Pen 22 escaños; 18 a la UMP; 12 al PS; 8 a los Centristas-Moderados; 8 a los Verdes y 5 al Front de Gauche. Había 74 escaños en juego.

Indudablemente, el triunfo del FN es apabullante. Sirva una comparativa. Hace cinco años, el FN logró un millón de votos, el 6,7% del total, y tres europarlamentarios, Jean Marie, fundador del FN y padre de Marine, ambos incluidos. Y eso con una abstención similar entre ambos comicios, menor en 2014. Por primera vez en una elección nacional se sitúa como primera fuerza política, incluso sobrepasando ampliamente a la UMP. Marine, que con su padre, son dos de los europarlamentarios menos asiduos a las sesiones de Bruselas (lo que le ha reportado no pocas críticas) sumar ahora una veintena de miembros a las filas del grupo llamado «Alianza Europea por la Libertad» donde se juntarán con colegas llegados de países tan dispares y supuestamente avanzados como Inglaterra, Holanda o Dinamarca. Porque esto es algo que ayer se obvió. Los ultraderechistas también ganaron en Dinamarca, mientras que en Inglaterra ganaron los de Neil Farage, un tipo bastante inclasificable.

Pero la noticia era clara: en Francia, el país de la Revolución, la Ilustración, los Derechos del Hombre, había ganado la extrema derecha. Sí. Un gran titular. Una gran rasgada de vestiduras. Y qué.

Vamos por partes. Primero los aledaños.

El PS se la ha vuelto a meter. Esto tampoco es nuevo en la gauche caviar francesa, la socialdemocracia de terciopelo y gustos de champagne. Ya nos tiene acostumbrado. Jospin en 2002 tuvo el dudoso honor de ser el primer candidato del PS apeado de la segunda vuelta de unas presidenciales. Nada más y nada menos que contra un orangután como Jean Marie Le Pen. En la segunda vuelta, las cosas volvieron a la normalidad: Chirac se impuso con el 82,1% de los votos. La vergüenza socialista, los golpes de pecho, el no volverá a pasar. Lo normal en la socialdemocracia de los últimos años. Ha vuelto a pasar pero siendo grave, no lo es tanto. En una intervención grabada, el primer ministro, Manuel Valls ha hablado de «choque» y de «seísmo sin precedentes». Básicamente ha vuelto a repetir lo que ya se escuchó en la casa de la rosa en 2002. El Elíseo convocó ayer lunes a una reunión de urgencia. También lo normal. Lo anormal será que pasara algo. El gobierno de Valls es reciente, apenas mes y pico. Valls, cuya cabeza pidió el FN en pleno éxtasis, prometió ayer agilizar las reformas: la territorial y, sobre todo, una bajada de impuestos. Ahí, en el bolsillo, reside parte del desencanto. Quedan tres años para las presidenciales. Menos para las legislativas, pero todavía hay tiempo. A fin de cuentas, se esperaba esto. Lo decían los sondeos. «Estamos gobernando, los sacrificios se pagan», la misma retahíla en todos los países. Bueno, menos en Alemania. Y ayer también en Italia. Ayer por la noche, Hollande compareció en televisión para dar la cara. Culpó de la derrota al «desencanto de la sociedad hacia Europa» y repartió culpas entre todos los partidos tradicionales.

En la acera de enfrente, la conservadora UMP, la cosa, pese a la segunda posición, no pinta mucho mejor. Los planes eran ganar, no ser superados por el FN, unos recién llegados como quien dice; y extremistas. En la Francia del mito de la resistencia antinazi. Un mito, claro, pero muy bienvendido. El caso es que en las filas de la UMP vuelven a sonar los tambores de la guerra civil. El presidente discutido Jean-François Copé se apresuró ayer a echar la culpa de lo sucedido al PS de Hollande. Sin embargo en su elocución se le notaba preocupado y con el gesto desencajado. Antes que él salió a hablar François Fillon, su rival, ex primer ministro de Sarkozy. Dijo lo esperado, el resultado del FN es «la gran cólera del pueblo francés». Por si fuera poco está Sarkozy, que nunca se ha ido del todo y amenaza con volver. Esta semana oportunamente publicó una tribuna en el semanario Le Point donde hablaba de la UE, su falta de liderazgo, el «problema migratorio» y demás. Un aviso a navegantes. Sarkozy es un zorro viejo. Ya fue presidente calcando algunas de las propuestas del FN, dulcificándolas. Ayer, Hortefeux, cabeza de lista de la UMP en la circunscripción Centro dejó a todos helados en su intervención televisiva: «Sarkozy sigue marcando la vida política de Francia». Un recado para Copé y Fillon. Mañana martes también hay reunión de urgencia en la sede de la UMP. Se afilan cuchillos y todos apuntan hacia Copé, que ayer se vio salpicado por un caso de corrupción, el affaire Bygmalion.

François Bayrou, el jefe de los moderados de centro, que es un político que suele decir cosas cabales, volvió a acertar ayer en su diagnóstico: el triunfo del FN supone «la descomposición de la vida política francesa». Porque lo de Marine Le Pen es tanto un triunfo suyo como un fracaso de todos los demás. 

Vamos con el FN.

¿Es que se han vuelto locos estos franceses? No. Están cabreados, mucho. Tienen miedo, también. Pero no se han vuelto locos. Francia es un país conservador, más que España en muchas cosas. Conservador y rural. Conservador en el sentido de que no le gusta el cambio, que le muevan del sofá. Es cierto que hicieron una revolución, le cortaron la cabeza al rey. Pero también es cierto que quince años después colocaron a un emperador. Y en sus guerras, bueno. La primera la ganaron, la segunda fueron humillados. Y no solo en el campo de batalla. El trabajo de De Gaulle fue doble: ganarse la confianza de los Aliados y devolver el amor propio a su pueblo. De ahí el mito de la resistencia que tan bien ha dejado Hollywood. Hoy los analistas hablan de una triple crisis: «la europea, la económica y la psicológica».

Los franceses sienten que las cosas están cambiando a marchas forzadas sin que nadie haga nada para remediarlo. Especialmente ninguno de los dos partidos mayoritarios. Y pierden con el cambio. El francés tiene el orgullo herido y la cartera amenazada. Francia ya no es la gran potencia de antaño y ve como el vecino alemán sí lo es. A costa de la UE, la fundamos nosotros pero son los alemanes los que cortan el bacalao. Y una Troika que nadie votó. Ya dijeron NO a la fallida Constitución Europea en 2005, no les va a temblar la mano a los franceses en meter más piedras al molino. Está el orgullo y, sobre todo, la cartera. La presión fiscal en Francia es muy grande. Los impuestos suben año a año y la factura, como siempre, la pagan las clases medias y humildes. Y ya está bien. Los franceses, que llevaron a Sarkozy a la presidencia en 2007 bajo la promesa de que «todo el que trabaje más puede ganar más dinero», se dieron cuenta de que pese a trabajar más, el dinero iba a parar a los mismos bolsillos de siempre. Y encima Sarkozy no hacía más que presumir de amigos con dinero. A los franceses no les gusta hablar de dinero, les parece de mala educación. Y mucho menos presumir. Sarkozy hacía ambas cosas. Hollande ganó en buena medida porque estaba en el lugar adecuado en el momento preciso, Francia estaba harta de Sarkozy.

Hollande ganó en 2012 con un lema y una frase. El lema era: «El cambio es ahora». La frase venía por comparación, frente al presidente bling-bling (sonido del dinero) que era Sarkozy, monsieur Hollande se presentó como el «hombre normal». Y era cierto. Bromas aparte con su/s tamaño/s, Hollande, más que presidente de la República, parece presidente de la comunidad de vecinos. La noche electoral escribí para varios medios esto: «De Hollande depende ahora cómo quiere ser recordado. Tiene la oportunidad de convertirse en un verdadero referente para la izquierda en los próximos años. Puede que para esta sea, esta vez sí, la última oportunidad».

Hollande tardó menos de un año en echarlo todo por la borda. El izquierdismo con el que llegó al Elíseo le duró el tiempo justo para nombrar un primer ministro inoperante y contestado en su propia casa, y poner en marcha recortes y subidas de impuestos. Valls, en Interior, era el primer policía de Francia y la política migratoria del PS era calcada a la de la UMP. Palo y expulsión, especialmente si los inmigrantes eran gitanos rumanos, malditos en todas partes y especialmente odiados en Francia donde el racismo no se esconde si no es hacia los judíos, y eso porque está considerado delito. Y mientras Marine azuzando con la inmigración, apenas un 8%. Y Valls, como antes Sarkozy, dándole la razón con sus políticas.

Y claro, la economía. Creciendo al 0,2% y bajando. La deuda disparada. El paro en Francia es apenas superior al 10%. Un mundo en un país acostumbrado al 4,5%. Francia es un país con un fuerte tejido industrial, cosa que ya no es España. Fue nuestro peaje por entrar en la UE. Pero ese tejido se está resintiendo a causa de la globalización y la apertura de nuevos mercados más precarizados salarialmente. Entre otras muchas y variadas razones que no son ajenas a otros países de su entorno. El SMI ronda en Francia los 1400 euros por los 740 de España. Y Marine azuzando. Por un lado, los inmigrantes, lo cual es completamente falso. Por otro, la culpa es de Bruselas y su política de austeridad y de apoyo al capitalismo salvaje. Ojo, este es un mensaje que comparte cualquier izquierdista.

Hollande, que vino para hacerle frente a la austeridad y a Merkel, de un día para otro, abraza la nueva religión neoliberal. Ofrece un pacto a la patronal por la que le concede beneficios fiscales a cambio de puestos de trabajo. Lo de siempre. El mismo mantra en el que coinciden derecha y supuesta izquierda, premiar a los empresarios en espera de que estos lo devuelvan. Y aprueba más recortes, hasta 50.000 millones. Cambia el Gobierno y pone de primer ministro a su principal rival, pero también a su soldado mejor valorado por los franceses: Manuel Valls, el hombre de hierro en seguridad e inmigración. Convencido liberal en lo económico y hasta contrario a la jornada de las 35 horas. El caramelo del PS durante estos dos años para contentar a sus bases resulta reconocible para toda socialdemocracia, especialmente la española: derechos sociales para minorías. El Gobierno de Hollande aprueba el marriage por tous, el matrimonio gay. Pero cuidado, los gais pueden casarse pero no adoptar críos. Francia es muy conservadora. Y se arma. Incluso más que en España, donde ya casi nadie se acuerda del tema. En Francia sí. Pero es igual, el caramelo a las bases ya está tirado, somos de izquierdas porque aprobamos el matrimonio gay aunque hagamos políticas económicas de derechas. «No hemos hecho recortes», dijo Valls el otro día en Barcelona. Es cierto que en Francia no se ha recortado en Sanidad ni en Educación. Al menos que se sepa. Pero las sospechas son fundadas.

La economía, estúpido. La gente está cabreada y mucho, porque las cosas, sin ir mal, no marchan bien. El poder adquisitivo ha bajado y el Estado la fríe a impuestos. Y está Le Pen, que lleva años dulcificando su discurso hasta convertirlo en una mezcla de patriotismo antisistema, populismo y xenofobia. Algo a lo que ya no de vergüenza votar. Al menos no tanta. De esto último nada nuevo bajo el sol. Se habla poco, ya se sabe. Hay una variante. Hay muchos inmigrantes, falso, nos invaden (miedo al islam, pero es que muchos musulmanes son franceses), falso. Y el argumento definitivo: los salarios de los franceses bajan porque gracias a la UE contratar inmigrantes sale más barato. El bolsillo, touchéLos exabruptos como los de Jean Marie el otro día hablando del Ébola como solución para la invasión migratoria que llega de África enervan a Marine, que se tiene que pasar después dos días disculpando a su padre. Lo de siempre, él no quería decir eso, es que nos tienen manía.

Marine Le Pen en un mitin del NF. Foto: Cordon Press.

Marine Le Pen en un mitin del NF. Foto: Cordon Press.

Marine es una leona como no se veía desde Margaret ThatcherSin la inteligencia de la británica pero con su mismo carisma; y lista. Muy lista. Su campaña ha sido muy buena. Ataca donde más duele. Al bolsillo y al miedo. Al del que nada tiene en el bolsillo y al que ya no le queda otra cosa que vencer el miedo. Ese es el caladero fundamental del FN. Zonas deprimidas laboralmente y con una alta presión migratoria. Con problemas de seguridad ciudadana. El discurso antisistema. Bruselas tiene la culpa porque es un lugar preocupado por los bancos y no por la gente. Algo que últimamente además de parecer ser cierto, bien lo podría compartir cualquier indignado de izquierdas. Porque Marine es así, un día se levanta con propuestas de extrema izquierda y al otro ultraderechista: salir del euro y cerrar fronteras. Europa de las naciones. Ayer mismo salió poco después de las 20.30 horas y lo hizo la primera. Victoriosa. Con un discurso en clave nacional. La UE al FN le importa una mierda. Es otro paso para ganar peso en casa. Comenzó alabando «el inmenso deseo de libertad del pueblo francés» y exigió al Gobierno de Hollande que haga «una política para los franceses, que no sea dirigida desde fuera por comisarios que no se han sometido al sufragio universal, y que defienda los intereses y la identidad de Francia». Terminó pidiendo la disolución de la Asamblea Nacional, el órgano de representación gala, donde por cierto el FN apenas tiene escaños. Pero ayer era su momento y lo sabía. Uno de sus escuderos pidió también la dimisión de Valls. Era otro brindis al sol en una noche en la que corrió el champán.

La antesala de lo de hoy se vivió en las municipales de hace unas semanas. Pero también se exageró la bicha. El FN conquistó 14 alcaldías, ninguna importante, ninguna de más de 100.000 habitantes. Pero supuso un triunfo simbólico. En una localidad de Pas-de-Calais, de tradición comunista y socialista desde la Segunda Guerra Mundial, ganó en primera vuelta. Los mineros, con la mina en las últimas, están desesperados. Y la izquierda, sus supuestos «suyos», no traen soluciones. Toma patada en la puerta. Por supuesto al día siguiente ante las cámaras, «la villa sigue siendo de izquierdas», decía un vecino. De izquierdas, PERO. Además de pequeños símbolos unos 1500 concejales. La estrategia definida por Marine Le Pen seguía su curso: crecer a nivel local para asaltar el poder nacional. 

El FN es, pese a lo que pueda parecer y los titulares puedan decir en España, un apestado. Social y mediáticamente. Casi nadie se reconoce de buenas a primeras como votante del FN. Es cierto que es más fácil que hace unos años. Los medios tratan al FN como lo que es: un partido de extrema derecha, xenófobo y peligroso. Una vergüenza nacional.

Es cierto que el FN es un partido de extrema derecha y xenófobo. De lo que no estoy tan seguro es de que la mayor parte de sus votantes, especialmente los de ayer, lo sean. Hablábamos del cabreo y del miedo. Los mejores resultados los encuentra el FN entre los jóvenes y las clases más populares. Los primeros saben que no tendrán lo mismo que sus padres, tienen miedo. Los segundos están cabreados. Esta tendencia se viene confirmando elección tras elección en los últimos años. Entre los menores de 35 años el FN obtiene un 30 % de sus votos, 5 puntos más que su media nacional. Por contra, solo el 21% de los mayores de 60 optan por la formación de madame Le Pen. La mayoría de los votantes de esta franja de edad, según un sondeo de Ipsos conocido ayer, se decanta por la UMP. Pero lo preocupante es que la llamada izquierda, el PS, solo convence a un 15% de los menores de 35 años. Eso es algo que habría de hacerse mirar la socialdemocracia. Y ojo, no solo en Francia. Pero los resultados siguen siendo inapelables. El FN ganó ayer en 71 de los 101 departamentos franceses y en 16 de las 22 regiones. Solo la Francia de Ultramar lavó la cara: los de Marine Le Pen quedaron en cuarta posición, la ganadora fue la UMP.

Pero lo peor era que el mismo sondeo echa por tierra otro tópico histórico: el 38 % de los empleados y el 43 % de los obreros optaron ayer por el FN. La izquierda ya ha perdido esta batalla: solo el 8% de los obreros y el 16% de los empleados votaron ayer al PS en las europeas. Y nada esperan de él. Y tampoco esperan nada de la izquierda real del Front de Gauche, que no consigue beneficiarse del cabreo. El miedo provoca siempre un voto conservador. Solo un 5% de los empleados y el 8% de los obreros votaron ayer domingo por el partido de Jean-Luc Mélenchon.

De lo que se deduce que el discurso heterodoxo de Marine Le Pen está calando. Y lo más peligroso: la gente no encuentra nada enfrente. Lo del PS es lo mismo que le ocurre a toda la socialdemocracia. Habla en verso y gobierna en prosa, de la misma forma que el centroderecha. Un sistema bien engrasado en forma de fraude consumado. La gente se ha cansado. Y el FN, repito, con su mezcla de populismo antisistema y xenofobia acierta apelando a zona más profunda del rencor. Al menos en la de unos cuantos. 

Vuelvo a hacer la pregunta: ¿están locos estos franceses? No. Hay que ver la fotografía al completo. Ayer hubo unas elecciones europeas. En 2009 el FN tenía solo 3 eurodiputados. Ahora puede llegar a 24. Y qué. Harán ruido. Pero y qué. Sigue siendo Europa y la UE está lejos y ya la hemos aceptado como el enemigo. Lleva siendo así en Francia desde 2005. Esto no quiere decir que Francia sea un país euroescéptico, todavía. Ayer, una encuesta mostrada por la televisión pública arrojaba una contradicción llamativa: el 64% de los franceses consideraba que la solución a los problemas del país era «menos Europa y más Francia». Sin embargo, la mayoría 43% frente a 32% estaba en contra de que el país abandonara el euro. Algo que, sobra decirlo, quiere Marine Le Pen y el FN. Como muchos otros europeos, los galos creen en Europa, pero no en esta Europa. 

Lo dicho, la UE queda lejos. No molesta por ahora pero sí que nos jode un poco, por lo tanto vamos a darle un toque. El FN es una suerte de caballo de Troya llegado desde Francia y, sobre todo, un gran pataleo. En el momento oportuno desde el lugar adecuado. 

Y ahora vamos a lo importante y que nadie debería olvidar: los franceses están cabreados y son conservadores. Pero dos datos. Ayer votó un 43% de la población. En un único turno. Las elecciones en Francia son tradicionalmente de doble turno. En las presidenciales de 2012 la participación fue, respectivamente, del 79,4% y del 80,3%. En las municipales de este año, en el primer turno votó un 63,5% y en el segundo, un 62,1%. La participación siempre es más baja en municipales que en legislativas y presidenciales. Quiero decir con esto que la ley electoral francesa es un seguro. Un candado prácticamente inexpugnable contra el FN. En caso de susto, como pasó en 2002 con Jean Marie, en un segundo turno se arregla el desaguisado. Los franceses no están locos, no todavía. 

Hay una crisis económica jodida. Hay mucho miedo. Es lógico el cabreo. Un cabreo conservador. En unas elecciones a doble turno el FN muere. Especialmente cuando no haya crisis ni miedo como hay ahora.

En muchas cosas Francia y EE. UU. son las dos caras de la misma moneda. Condenadas a permanecer de espaldas toda la vida pero siempre unidas. Alexis de Tocqueville, francés y buen conocedor de EE. UU., decía que «a los norteamericanos les encanta el cambio pero temen las revoluciones». Lo mismo pero en sentido contrario podría decirse de los franceses: les encantan las revoluciones pero temen el cambio. Lo de ayer fue una pequeña revolución con forma de puñetazo en la mesa. Vergonzosa y triste, pero no más.

La Gran Esperanza Blanca (y II)

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Jack Johnson y Jim Jeffries en agosto de 1910. Fotografía: DP.

(Viene de la primera parte)

4 de julio de 1910. Estamos en Reno, capital del estado de Nevada y ciudad del juego cuando Las Vegas todavía estaba por inventar. El campeón del mundo de los pesos pesados de boxeo, Jack Johnson, va a poner su título en juego por quinta vez. En las cuatro ocasiones anteriores se ha deshecho de cuatro rivales, todos de raza blanca, y él es un campeón negro y aparentemente imbatible en un país donde solamente cuarenta y cinco años atrás la esclavitud era legal. Sus propios padres habían sido esclavos.

Johnson camina hacia el cuadrilátero atravesando una tormenta de insultos y abucheos; los veinte mil espectadores blancos del recinto, enojados porque el título deportivo más importante del planeta está en manos de un negro, tratan de intimidarle por todos los medios. El púgil tejano no solamente se enfrenta a un ambiente infernal, sino que penden unas cuantas amenazas de muerte sobre él. Resulta imposible saber cuáles deben ser tomadas en serio, así que la policía ha tenido que cachear a los espectadores conforme entraban, señal más que evidente de que las autoridades no descartan un intento de asesinato. Y no es que a las autoridades les agrade Jack Johnson. Ni siquiera cabe pensar que fuesen a lamentar su muerte, porque es con mucho la figura más molesta para el establishment blanco. Pero el mundo entero está mirando hacia los Estados Unidos para saber de este combate, así que sería una muy mala publicidad para el país que su campeón internacionalmente famoso muriese a manos de un exaltado.

Como de costumbre en él, Johnson no se deja amilanar. Se comporta como si nada de aquello tuviese algo que ver con él. O está perfectamente tranquilo, o lo finge de maravilla. Responde a los insultos del público con una expresión de burlona indiferencia. En cuanto divisa la lente de un fotógrafo, sonríe abiertamente. Y así será como la posteridad lo recuerde en aquella jornada épica: si en el silencioso blanco y negro de las fotografías no quedan impresos los gritos de odio, sí queda testificado el alegre desprecio del campeón hacia lo que está sucediendo a su alrededor. Con todos sus defectos, de los que ya hablaremos, hay algo que no se puede negar: Jack Johnson es un hombre extraordinariamente valiente.

Poco después, provocando un rugido de euforia entre el público, aparece su gran rival. El invicto Jim Jeffries, la mayor leyenda del pugilismo del cambio de siglo, la Gran Esperanza Blanca. Ha regresado de su feliz retiro a los treinta y cinco años de edad para volver a pisar un ring y «salvar el honor de su raza», tal y como se reclamaba desde buena parte de la sociedad y la prensa estadounidense (en el Reino Unido, por cierto, el mensaje racista era muy similar). Va a jugarse el prestigio duramente ganado durante una carrera impecable en la que nadie pudo derrotarle, ni aun enviarlo a la lona una sola vez. Jeffries ha pasado las últimas semanas escondiéndose de los periodistas, entrenando intensamente, con la disciplinada profesionalidad característica de él. Al contrario que Jack Johnson, quien parece crecerse con chulería ante la atención pública aunque esta sea negativa, la Gran Esperanza Blanca parece incómodo con la exagerada atención que este combate ha despertado. Ambos están protagonizando un evento sin precedentes: nunca antes ha habido tantas cámaras de fotografía y cine en un evento deportivo único. Estamos en 1910, pero la cobertura gráfica y periodística es la propia de sucesos muy posteriores. Jim Jeffries sabe que todo el planeta está mirando. No está seguro de que la sensación le guste.

Y tiene motivos para estar intranquilo. Mucha gente está convencida de que Jeffries borrará la insolente sonrisa del rostro de Johnson, pero los observadores menos cegados por la cuestión racial y sobre todo los expertos en boxeo han realizado comentarios poco alentadores, advirtiendo de que los años alejado del cuadrilátero han hecho mella en Jeffries. Se han limitado a señalar lo obvio: Jack Johnson es más joven y está en mucha mejor forma. Creen que se necesitaría una circunstancia excepcional para que pierda su título. Eso sí, le conceden a Jeffries el beneficio de la duda: el «Calderero» nunca se ha rendido; es un luchador nato, un hombre que lleva a todos sus adversarios hasta el límite.

Jack Johnson y Jim Jeffries en agosto de 1910. Fotografía: DP.

El público blanco presente en el combate ha hecho caso omiso de estos análisis. En su inmensa mayoría creen que su venenosa presión podría terminar siendo esa «circunstancia excepcional» que le arrebate la corona a Johnson. Para ellos el combate es una cuestión puramente racial, se trata de poner a cada uno en su sitio, de que los roles sociales no resulten subvertidos, y de que las cosas vuelvan a donde deberían: el campeón mundial tiene que ser un blanco. Para el público negro, que no está presente en el recinto pero que seguirá los acontecimientos a través del teletipo, este combate es también mucho más que boxeo: si Johnson gana al invicto Jeffries podrá sellar su superioridad absoluta en el deporte más popular del planeta, convirtiéndose en un rey inamovible, el primer negro estadounidense que ocupa una posición social elevada de la que nadie, excepto el propio tiempo y la decadencia física inevitable, podría ya apartarlo.

Cuando suena la campana, las advertencias de los observadores más avispados sobre la diferencia entre ambos púgiles empiezan a tomar forma. Jim Jeffries, como siempre, sale dispuesto a luchar hasta el final. Probablemente aún sería capaz de vencer a la mayor parte de los pesos pesados en activo. Pero Jack Johnson parece demasiado rival para él. Además, el campeón lidia mejor con la presión, mostrando la actitud burlona de costumbre: el público trata de atemorizarlo con su odio y mala sangre, pero se diría que la situación afecta más a Jeffries que al propio Johnson. El campeón incluso recurre a su treta habitual de hablar con el rival para tratar de desconcentrarlo, ignorando que decenas de miles de espectadores intentan desconcentrarlo a él. Los puños de Johnson son de hierro, pero su mentalidad también lo es. ¿Cuál es su punto débil?

La respuesta es: su punto débil es ninguno. Pese a los exaltados ánimos de las gradas, lo inevitable comienza a producirse en el cuarto asalto, cuando un tremendo puñetazo del campeón alcanza limpiamente el rostro de Jeffries. Aunque la Gran Esperanza Blanca no cae a la lona y digiere el impacto como buenamente puede, algo en su expresión demuestra que su confianza acaba de quedar hecha trizas. Sabe que ya no puede responder a ese tipo de golpes; que ya no es lo bastante rápido, que su técnica ya no está a la par del progioso despliegue del campeón. El propio Johnson percibe que este puñetazo ha supuesto un punto clave: «En cuanto vi su mirada tras recibir aquel golpe lo supe: el viejo barco se estaba hundiendo».

A partir de ahí el combate se transformó en un relato para el que solamente cabía un final. Jeffries, en honor a la verdad, siguió peleando con pundonor y con la resiliencia de la que solamente un campeón excepcional era capaz. Pero las cosas caían por su propio peso. Durante los siguientes asaltos, por primera vez en su vida, Jeffries fue derribado, besando la lona no una sino dos veces. Y se ponía en pie y aguantaba como el fenómeno pugilístico que había sido, pero su admirable esfuerzo no bastaba para inclinar la balanza del destino. En el decimoquinto asalto, tras haberse transformado casi en un juguete para el muy superior Johnson, ya flaqueaba tan visiblemente que desde su esquina arrojaron la toalla al centro del ring, para evitarle el mal trago de ser noqueado por primera vez en toda su impoluta carrera.

Jack Johnson y Jim Jeffries en agosto de 1910. Fotografía: DP.

La Gran Esperanza Blanca se había rendido. Jack Johnson había ganado con absoluta claridad. No solamente continuaba siendo el campeón sino que ya no parecía existir otro púgil en condiciones de arrebatarle el título. Y en 1910, efectivamente, no lo había. Johnson era finalmente un rey sin oposición. La noticia barrió el país como un huracán y las consecuencias fueron tremebundas. Se produjeron disturbios en decenas de ciudades, que en no pocas ocasiones eran propiciados por los blancos o por las autoridades. En muchas ciudades, los negros salieron a festejar lo que constituía el más resonante logro social de su raza desde la relativamente reciente abolición de la esclavitud; cuando grupos de blancos o incluso la policía trataban de interrumpir las celebraciones espontáneas de la población negra local, surgían los choques. En todo el país se produjeron al menos una veintena de muertos y ni se sabe cuántos heridos. La victoria de Johnson adquirió tintes revolucionarios o así lo pensaron los sectores más conservadores de la sociedad blanca estadounidense; todo, incluyendo la violencia, parecía poco para intentar acallar la fiesta afroamericana.

Pero todo este revuelo racial se levantaba a despecho de un hecho fundamental: a Jack Johnson le importaba bien poco la significación social de su victoria. No pensaba que tuviese nada que demostrar a nadie, ni se sentía depositario de una responsabilidad social especial. Boxear era su trabajo y él hacía su trabajo de la manera que le resultase más rentable y beneficiosa. Eso era todo. Si alguien confió alguna vez en que Johnson asumiera el papel de revolucionario, de figura comprometida con el movimiento por los derechos civiles, se equivocaba de pleno. Para Jack Johnson existían los derechos de Jack Johnson; se consideraba un hombre absolutamente libre que no dependía de nadie y no quería que nadie dependiese de él: el resto del mundo podía apañárselas como pudiera, incluyendo a los demás negros. No solamente le importunaba ser visto como una figura política, sino que ni siquiera se molestó en evitar molestar a los de su raza. Por ejemplo: sabía que podía recaudar mucho más dinero enfrentándose a rivales blancos y eso lo llevó a desestimar combates por el título frente a otros púgiles negros, quienes lo tenían más difícil para recaudar la bolsa económica que Johnson demandaba. Así, irónicamente, el primer campeón mundial negro negaba a los púgiles de su misma raza la posibilidad de acceder al título. Esto no cambió ni cuando se había quedado sin rivales blancos a su altura. Muchos negros estadounidenses, claro, se sintieron decepcionados y ofendidos cuando Jack Johnson demostró nulo compromiso con la causa racial en ese y en otros aspectos. No entendían su actitud individualista y libertaria. Pero cualquiera que hubiese seguido la carrera de Johnson debería haberlo intuido: él no estaba al servicio de ninguna causa excepto de la suya propia. Quizá algunos confundieron su valentía con un inexistente compromiso: en su vida privada Johnson cometía transgresiones de las costumbres raciales que, francamente, requerían de una considerable entereza de ánimo. Jack Johnson fue valiente en muchos aspectos y pocos hombres han hecho frente al sistema con semejante desenvoltura. Cierto es que nunca quiso ejercer como referente racial, pero tampoco se rebajó a ser el negro sumiso y cómodo que los blancos hubiesen preferido que fuese.

No puede decirse que Jack Johnson fuese el más indicado para convertirse en un líder social, porque su figura no estaba exenta de matices bastante oscuros. Sí, es verdad que fue extraordinariamente valiente y que se jugó el pellejo muchas veces, si no por defender la dignidad de una raza, al menos sí por defender la suya propia como individuo negro que se empeñaba en vivir sin barreras, como vivían los blancos. Pero más allá de ese valor personal hay que admitir que no era un individuo ejemplar. En 1911 se casó con Etta Terry Duryea, una mujer blanca de buena familia. Al poco descubrió que ella sufría problemas mentales, agravados por la displicente falta de compromiso conyugal de Johnson, quien era infiel con frecuencia y ni siquiera se molestaba en disimular demasiado. Aunque lo peor es que —parece ser— alguna vez llegó a maltratar físicamente a su esposa, incluso al punto de enviarla al hospital. Otros testimonios, en cambio, aseguran que Johnson se preocupó por la enfermedad de su mujer; aunque la crónica de sus infidelidades y maltratos continúa pesando sobre él. Pero incluso dándole el beneficio de la duda con respecto a algunas de las peores acusaciones que se hicieron sobre él, Jack Johnson no era un modelo de conducta. Los negros tendrían que esperar hasta la aparición de Joe Louis para tener un campeón deportivo y una figura social del que sentirse orgullosos con motivo.

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Johnson durante un entrenamienco c. 1910. Fotofrafía: DP.

El estado mental de Etta empeoró cuando supo que Johnson era bígamo: años antes, recordemos, el púgil se había casado por primera vez y no constaba en ninguna parte que se hubiese hecho efectivo un divorcio. Aquella nueva vergüenza pública, a sumar a las infidelidades y las supuestas palizas, pareció tener un efecto demoledor sobre la pobre mujer, que terminó suicidándose de un disparo. Y hubiese enloquecido aún más al saber que Jack Johnson no le guardó ni tres meses de luto antes de iniciar una nueva relación con otra mujer blanca, Lucille Cameron. Con ella se casaría por tercera vez y ese matrimonio sería más duradero, aunque también sería la causa del inicio de su caída deportiva.

El 1910 el congreso estadounidense aprobó la ley Mann, la cual determinaba que transportar a una mujer «con propósitos inmorales» desde un estado a otro constituía un delito federal. El propósito inicial de esta ley era el de dificultar que las redes de prostitución se extendiesen a nivel nacional. Sin embargo, la ambigua redacción de la ley comenzó a permitir interpretaciones ad hoc, con las consiguientes arbitrariedades judiciales. Sobre el papel, casi cualquiera que atravesara una frontera estatal acompañado de una mujer sobre la que pesara algún indicio de haber ejercido la prostitución podía terminar siendo acusado de proxenetismo. ¿Y qué se consideraba un indicio de prostitución? Básicamente el que la mujer declarase que un hombre la había forzado a cometer actos inmorales. Dado que las relaciones de Jack Johnson con mujeres blancas eran consideradas antinaturales y escandalosas, las autoridades comenzaron a pensar que la ley Mann podría servir para deshacerse del campeón mundial.

Se inició la instrucción de un caso en su contra. Lucille Cameron, su nueva mujer, fue presionada para testificar en su contra, pero se negó a colaborar y la acusación tuvo que ser desestimada. Sin embargo, las autoridades consiguieron que otra de sus amantes testificase y el asunto se tornó serio. Se inició un nuevo caso, instruido por un juez de conocida factura racista y sentenciado por un jurado enteramente blanco. La cosa estaba decidida de antemano: Jack Johnson, el campeón mundial de los pesos pesados, fue condenado a un año de cárcel por proxenetismo. Poco importó que nunca fuese proxeneta, o que la relación por la que se lo acusaba hubiese tenido lugar antes de la aprobación de la ley Mann, lo cual convertía el caso en un flagrante ejemplo de aplicación retroactiva de la ley. Por muy cuestionable que hubiese sido la conducta de Jack Johnson en diversos aspectos —algunos de los cuales hubiesen valido por sí solos otra acusación penal, al menos en nuestros días— fue condenado por un delito que no había cometido a raíz de una injusticia arbitraria.

Johnson decidió que no iba a pisar la cárcel. En 1913 salió del país protagonizando una huida de película de espías: camuflándose entre los integrantes de un equipo negro de baloncesto. Atravesó la frontera del Canadá y desde allí viajó a Europa, donde vivió durante los siguientes siete años. Era un llamativo caso de campeón mundial en situación de fugitivo de la justicia norteamericana. Durante su exilio defendió tres veces su título, hasta que en 1915 lo perdió por KO frente a un compatriota blanco, Jess Willard, en un combate celebrado en Cuba.

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Jack Johnson y Jess Willard en Cuba en abril de 1915. Fotografía: DP.

Jack Johnson, que contaba ya con treinta y siete años de edad, diría más tarde que se había dejado ganar porque las autoridades estadounidenses le habían prometido el perdón si entregaba su título. Existe una controvertida fotografía del momento en que el árbitro realiza la cuenta ante un Johnson supuestamente inconsciente: el hasta entonces campeón, aunque tendido en el suelo, está alzando su brazo como si estuviese protegiendo sus ojos del sol. Lo cual como mínimo demuestra que no estaba KO. En todo caso, fuese o no cierta la historia del tongo, Johnson nunca tendría ocasión de recuperar la corona, porque no fue perdonado y tanto Willard como su legendario sucesor Jack Dempsey disputarían sus combates por el título en territorio estadounidense. Johnson siguió boxeando, aun a sabiendas de que no podría aspirar al trono, porque su estilo de vida requería de grandes ingresos. Europa fue el principal escenario de su carrera posterior. Entre 1916 y 1919, por ejemplo, se celebraron varios de sus combates en España, donde estuvo viviendo. También residió una temporada en México. Aprovechó su inmensa fama con la publicación de sus memorias, giras de exhibición, etc., pero su trayectoria fue metamorfoseándose progresivamente desde una carrera seria y brillante a una mera recaudación mecánica de dinero frente a rivales de menguante entidad.

En 1920 le llegó una mala noticia desde los Estados Unidos: su madre había enfermado gravemente y estaba a punto de morir. Tras siete años como exiliado y aun sabiendo que pesaba una sentencia sobre él, decidió regresar a su país y entregarse para tener la oportunidad de despedirse de ella. Fue encarcelado y cumplió su condena, aunque incluso en prisión se las arregló para continuar saliéndose con la suya: patentó nada menos que un nuevo diseño de llave inglesa que se le ocurrió mientras realizaba sus labores como recluso. Tras salir de la cárcel, la carrera pugilística de Johnson se transformó en una parodia de sus pasadas glorias. Continuó participando en combates hasta los cincuenta y dos años de edad, pero estas veladas eran generalmente irregulares, en ocasiones celebradas ante públicos restringidos y con una más que discutible naturaleza competitiva. Su vida personal continuó siendo agitada y acumuló nada menos que siete matrimonios. En 1938, con cincuenta y ocho años, necesitado de dinero, regresó al ring para un último combate profesional, que perdió. Era su despedida. En adelante volvió a subir al cuadrilátero, pero se trató de una exhibición propagandística en favor de los esfuerzos de guerra. Tenía por entonces sesenta y siete años.

Jim Jeffries, por su parte, regresó a su granja de alfalfa tras la derrota y pasó algunos años difíciles por motivos financieros; también tuvo que recurrir a pachangas pugilísticas para salir adelante, así como a aparecer en películas y obras de teatro, pese a que seguía prefiriendo retirarse a cultivar, cazar y pescar en cuanto le era posible. Una vez estabilizó su situación económica, construyó un gimnasio en la misma granja para entrenar a algunos púgiles jóvenes. Murió a los setenta y siete años. A despecho de las lamentables circunstancias sociales que envolvieron su enfrentamiento, Jack Johnson dijo de Jeffries que había sido «el más grande» y que de haber sido contemporáneo hubiese vencido a Jack Dempsey o Joe Louis.

Jack Johnson murió al año siguiente de una forma extrañamente congruente con lo que había sido su vida y su carácter. Caracterizado por su terca y valiente oposición a las barreras raciales como por su afición a vivir deprisa, se despidió de este mundo con un último gesto de rabia. En 1946 el racismo continuaba de plena actualidad en los Estados Unidos, muy especialmente en el sur, y poco se había avanzado desde que Johnson rompiese barreras varias décadas atrás. Una noche, mientras viajaba con su automóvil, Jack Johnson decidió parar en un restaurante de carretera en Carolina del Norte para cenar. Se negaron a servirle. Porque era negro. Enfurecido, el antiguo campeón volvió a subir a su automóvil y continuó conduciendo por la autopista, buscando otro lugar donde comer, y al parecer acelerando más de la cuenta a causa de la rabia. Su coche terminó estrellándose. No sobrevivió al accidente.

Jack Johnson no fue un hombre ejemplar. Tampoco lo pretendía. Y sin él no hubiese habido un Joe Louis, ni un Floyd Patterson, ni un Muhammad Ali, así que terminó convirtiéndose en ejemplo a su pesar. Sin su extraordinario valor para enfrentarse a circunstancias que acobardarían a muchos otros hombres, las cosas hubiesen cambiado mucho más despacio. Sí, no fue la mejor persona. Pero no siempre son las mejores personas quienes dan los pasos importantes. Su sonrisa, inmortalizada por las cámaras ante los insultos de decenas de miles de rabiosos espectadores blancos se convirtió en símbolo de un tipo particular de resistencia ante el sistema: la indiferencia, la entereza de ánimo y la capacidad para decidir ser un hombre absolutamente libre aun sabiendo que las consecuencias de esa decisión podrían ser terribles; no lo olvidemos, durante muchos años pendieron amenazas de muerte sobre él. Y si él lo hizo, personas mejores que él podrían intentarlo también. La lección que nos enseñó Jack Johnson es la de que el sistema tiene la capacidad y el poder para vencer a un hombre… pero si ese hombre se niega a perder la sonrisa, el sistema nunca disfrutará de su victoria.

Jack Johnson c. 1915. Fotografía: Library of Congress / DP.

Primero los cabrones, luego los necios…

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Detalle de El triunfo de la muerte de El Bosco. Imagen: Museo del Prado / DP.

Me encantan los enamorados de El triunfo de la Muerte. Los frescos altomedievales de la danza de la muerte están muy bien, pero hay que decir que El Bosco lo borda. Ese cuadro está lleno de detalles fantásticos. Pero a mí me encantan los enamorados del rincón.

Ellos van a lo suyo. Sin enterarse de nada. Todo es muerte y destrucción a su alrededor y ellos ni se inmutan. No sabemos si El Bosco estuvo alguna vez enamorado (aunque podemos suponer que sí). En cualquier caso enamorados como los de su cuadro hay en todas partes y en todas las épocas. Y todos nos hemos sentido así alguna vez: invencibles, poderosos, únicos, en un mundo aparte, protegidos de las inmundicias de la vida y de todo mal por obra y gracia de esa energía tan potente, ese chute de optimismo tan inesperado que trae eso que llamamos «amor». Y la Muerte nos mira burlona y por un momento parece que se va a apiadar de nosotros, que nos va a dejar en paz, que va a respetar nuestra felicidad. ¡Y una mierda! De eso nada, nos vamos a joder como todos, y de un plumazo. En el día del Juicio Final, seremos pasto de las llamas del infierno. Como todos. El Bosco nos mira a los ojos y nos avisa, nos amenaza, nos despierta a lo bestia. Pero nosotros queremos seguir cantando y soñando, y besándonos y amándonos, y cerrando bien fuerte los ojos, a ver si la muerte pasa de largo.

Nicolás II y su amada esposa Alejandra son los enamorados de El triunfo de la Muerte. Ellos también se creían superiores, invencibles, poderosos y únicos. Pero a diferencia del resto de los mortales, su delirio no era fruto de un pasajero subidón de endorfinas sino el resultado de una educación machacona y perfectamente aceptada por todo el mundo. Ellos eran el emperador y la emperatriz, eran los elegidos de Dios, eran los soberanos absolutos de su mundo. Tan capaces de nombrar santo a quien se les antojara como de mandar a la muerte a diez millones de personas por un caprichito tonto: poder pasar los veranos en un palacio de Estambul, pero no de invitados del sultán, que eso no mola, sino de dueños y señores de todo lo que veían sus ojos. Se puede pensar que no tenían bastantes palacios para pasar el verano, pero no, tenían de sobra…

¿Por qué tiene Rusia que combatir? Aquí a nadie, o al menos a nadie que piense, le importa un pito esas gentes turbulentas y vanidosas de los Balcanes que no tienen nada de eslavo y que no son más que turcos bautizados con otros nombres. Debimos dejar que los serbios sufrieran el castigo que se merecían… Y hablando de los beneficios que pueda reportarnos… ¿Un aumento de territorio? ¡Santo Cielo! ¿Es que aún no es bastante grande el imperio de Su Majestad?… Y aún cuando lográramos una rotunda victoria, con los Hohenzollerns y los Habsburgos reducidos a la paz, no solo significaría el fin de la dominación alemana, sino la proclamación de repúblicas en toda Europa Central, lo que representa el final simultáneo del zarismo… Hemos de liquidar esta estúpida aventura lo antes posible.

Estas palabras del conde Witte, antiguo primer ministro de Nicolás II, que Virginia Cowles recoge en su interesantísimo y terrible libro Los últimos zares cayeron en saco roto. No solo el zar estaba decidido a continuar esa «estúpida aventura» hasta el final (sobre todo desde que ingleses le prometieran, algo a todas luces imposible, dejarle vía libre para apoderarse de Estambul y del estratégico paso del Bósforo) sino por prácticamente la totalidad de sus ministros, generales y grandes nobles que formaban el reducido círculo del poder ruso. Casi todos eran profundamente belicistas, pero el zar además estaba encantado de vestir de uniforme y jugar a la guerra, algo que le había gustado desde niño. Y eso que ya le habían dado una buena tunda los japoneses en el 1905, pero Nicolás era de ideas fijas, y cuando flaqueaba un poquito ahí estaba su devota esposa para recordarle su papel. «El emperador eres tú, tienes que imponer tu voluntad», le decía constantemente, cada noche y cada mañana, en persona o por carta. Y cuando el emperador al fin imponía su voluntad (que curiosamente siempre coincidía con la voluntad de su amada esposa), le regalaba toda clase de bendiciones y muestras de jubilo:

No encuentro palabras para expresar cuánto se me ocurre —mi corazón está pletórico. Estás demostrando ser el autócrata sin el cual Rusia no puede existir. Dios te ungió en su coronación. Él te puso donde estás y has hecho lo que deberías hacer… Esta será una página gloriosa en la historia de Rusia… las oraciones de nuestro amigo se elevan día y noche al cielo… Tu sol brilla… Duerme bien amor mío, salvador de Rusia.

Ante dichas palabras el emperador dormía contento, en su tienda de campaña, en las cercanías del frente, mientras su amada esposa y su buen amigo velaban por la paz interior. ¡Qué bonita historia! Lástima los ocho millones de soldados rusos que, como mínimo, murieron en la Primera Guerra Mundial. Ellos también estaban allí por la voluntad de Dios, ¿o estaban allí por otra cosa? Esos muertos afean un poco una historia muy bonita, de dos enamorados muy devotos que luchan y se sacrifican por el bien de su patria. Qué pena.

¿Y quién era ese «buen amigo», al que curiosamente obedecía la voluntad de la emperatriz, que curiosamente manejaba la voluntad del emperador? Sí, sí, todo muy curioso, pero es que la Rusia zarista era un imperio muy curioso, no solo por su reciente historia (como el hecho de no abolir la servidumbre de los campesinos hasta el año 1861, por poner un ejemplo muy conocido), sino por el hecho, incomprensible para nosotros, de que un supuesto monje analfabeto, borracho, fornicador incansable e indiscreto parlanchín pudiera controlar el destino de ciento treinta y tres millones de personas. Sí, un sujeto que seguro que conocen, aunque sea por su apodo: Rasputín. Un individuo bastante curioso, la verdad…

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Rasputin c. 1914. Fotografía: State Museum of Political History of Russia / DP.

De Rasputin se pueden escribir libros enteros, pero yo simplemente voy a dar una lista. La lista de los desgraciados que intentaron enfrentarse a él. O que simplemente se limitaron a cumplir su deber y eso les hizo tener un pequeño tropiezo…

- Dos obispos de San Petersburgo, que fueron a hablar con la emperatriz para quejarse de Rasputin. Uno fue desterrado a Crinea, el otro mandado encerrar en un monasterio. Y total por una simple tontería. Rasputín, que intentaba tirarse a todo lo que llevara falda o sotana, había violado a una monja, una que no se tragó eso de «creerás que te estoy mancillando, pero te estoy purificando», un argumento que por lo general le resultaba convincente, todo hay que decirlo, porque el pecado y la santidad muchas veces van unidos.

- Un general, subsecretario del Ministerio de Interior, que simplemente cumplió con su deber de informar al zar de que Rasputín había sido encontrado borracho como una cuba, soltando indiscreciones sobre la familia real y montando jaleo. Cuando la emperatriz leyó ese «papel repugnante» (el informe del funcionario), su suerte estaba echada. Fue cesado de inmediato.

- El gran ministro Stolypin, el único que hizo algo por mejorar la situación de los campesinos, que eran la mayoría de la población del país. La emperatriz no pudo destituirlo porque un revolucionario se le adelantó y le pegó dos tiros. Pero se puso tan contenta que no tuvo ningún problema en reconocer delante de su horrorizado sucesor lo mucho que le agradaba su muerte.

- El gran duque Nicolás, familiar directo de Nicolás II y jefe del ejercito ruso, que tenía una animadversión poco disimulada por Rasputín. El gran duque admiraba al zar y cumplía lo mejor que podía con su obligación militar, pero era un «opuesto a un enviado de Dios» y la emperatriz no paró hasta lograr que su esposo lo destituyera, con lo que de paso se nombró a él mismo general en jefe y provocó una inesperada reacción de sus ministros y consejeros, generalmente muy dóciles, que amenazaron con dimitir en masa. ¿Cómo se resolvió el asunto? En cuanto el zar marchó al frente, la emperatriz se ocupó de ir sustituyendo a los ministros díscolos por amigos del «enviado de Dios». Y así podemos empezar con otra lista, la de los felices agraciados. Si Rasputín traía la desgracia para algunas familias también traía la suerte para otras. La lista es larga, por lo que me contentaré con dar un nombre a modo de ejemplo. Cuando recomendó a Boris Sturmer, antiguo maestro de ceremonias de la corte, como nuevo primer ministro, su único mérito, el que declaraba la emperatriz Alejandra en su carta a su esposo era el «tener gran estima a Gregorio» (nombre de pila de Rasputín), y añadía, para dejárselo bien claro a los futuros historiadores: «lo cual es muy importante».

Sí, eso era muy importante. Pero no solo lo sabemos ahora los que leemos las cartas y los documentos de la época, sino que ya lo sabían sus contemporáneos. Y algunos, los que no eran rusos, los que no eran la camarilla de Rasputín, ni eran el pueblo llano o incluso los nobles, que no podían decir lo que pensaban en voz alta, algunos que vivieron esos momentos y pudieron hablar también lo dejaron muy claro.

Sturmer, el hombre que según la emperatriz «convenía para estos momentos» (por cierto, unos momentos nada extraordinarios: solo una guerra mundial y una revolución a las puertas del palacio, nada del otro mundo) era un hombre «de poca inteligencia, espíritu ruin, rastrero, honestidad dudosa, inepto y sin la menor idea de los asuntos de Estado». Y estas palabras no las dejó escritas uno de los muchos enemigos de Rasputín, ni un enemigo de la madre patria, sino el embajador francés, que, no hay que olvidar, representaba al principal aliado de Rusia en esa guerra en la que tan alegremente todos, y ahí hay más culpables que el zar, se habían metido. Pero Sturmer no era el único de los amigos del «enviado de Dios» que tuvieron en sus manos el destino de Rusia, del futuro emperador, el enfermo zarévich, de las vidas de millones de personas y de las vidas de la propia emperatriz, del emperador y del resto de la familia real. El primer ministro fue uno más de los precipitados nombramientos de última hora, de esos movimientos con los que la emperatriz creía que estaba salvando a su patria y a su familia, y ante todo salvando la idea que tenía de lo que debía ser un soberano. Pero en realidad no estaba sino bajando un escalón, otro más y ya de los últimos, del sótano de la casa del bosque donde iban a ser asesinados pocos años después. Y esto casi sería lo de menos, porque a la tragedia de la familia se sumó la tragedia entera de un país que después de una terriblemente sangrienta guerra mundial iba a vivir una revolución y una guerra civil igual de sangrienta. Y aunque ya sea muy conocido merece la pena recordar las palabras de Virginia Crowles, cuyo libro terrible y diáfano recomiendo:

Con hombres así controlando los principales ministerios, los alimentos, combustibles y municiones empezaron a escasear.

Y eso que:

Ningún país fue jamás a la guerra tan pobremente equipado, tan mal dirigido, tan tontamente optimista como Rusia.

Cuando por fin Nicolás II comprendió que marcharse al frente y dejar hacer y deshacer a su esposa había sido un error, la emperatriz, tozuda como una mula, le replicó: «No destituyas a nadie hasta que nos veamos, no te precipites, sé fuerte, aplasta a tus enemigos, perdona que vuelva a escribirte, estoy luchando por tu reino y por el niño».

Alejandra creía realmente que solo Rasputín podía mantener con vida a su hijo enfermo. Las quejas de su marido diciendo que la gente empezaba a morirse de hambre, algo inaudito en un emperador que nunca se había preocupado por su pueblo y que se había salvado de la revolución de 1905 por los pelos (sin llegar nunca a comprender la suerte que había tenido: al contrario, le agradeció el favor al conde Witte enviándole una carta de destitución), le entraban por un oído y le salían por el otro. Y mira por donde al final al pequeño heredero no lo mató su hemofilia, lo mató una bala. Por entonces Rasputín ya llevaba muerto algunos años. ¿De haber estado vivo, hubiera podido realizar otro de sus milagros?

¿Qué pensó la emperatriz cuando se vio delante de los fusiles, qué todo era la voluntad de Dios? No lo sé. Pero lo que sí sé es que esa voluntad de Dios ya la había previsto Lenin algunos años antes:

Una guerra entre Austria y Rusia habría sido muy conveniente para los revolucionarios, pero no es posible que Francisco José y Nicolasha nos hagan ese favor.

Lenin le hablaba a Gorky en el momento que se producía la crisis de los Balcanes de 1913, que al final fue una oportunidad perdida para la revolución. Pero poco después el emperador de Austria y el zar de Rusia sí le hicieron ese favor, con la colaboración desinteresada de alemanes, franceses y serbios, además de otros muchos invitados secundarios. Y así, unos tras otros, cabrones, necios, ignorantes o ingenuos, todos han ido bailando el baile de la historia…

La vieja danza de la muerte.

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Rasputin junto a algunas admiradoras en 1914. Fotografía: Karl Bulla / DP.

Análisis de la victoria brasileña

Brasil elimina a Chile en los penaltis

lamb meatballs with feta and lemon

lamb meatballs with feta, olives and lemon

Despite trying to provide ample evidence here, nobody believes me when I say that I get no special pleasure out of weeknight cooking — and guys, it’s like my chosen career, which doesn’t bode well for those of us who are no place near a kitchen all day. In an ideal world it would be relaxing, a way to unwind as we talked about our days while snapping ends off asparagus and rinsing rice before we cooked it. We’d make food that surprised and delighted us, food that exceeded our humble weeknight expectations every time and righted all of the day’s wrongs. And then the dishes would magically wash themselves. In reality, weeknight cooking is usually about practicality; hurried and hastily chopped, and all too often with a 4.5 year-old having a hangry meltdown at my feet because he didn’t want baked potatoes with broccoli for dinner, he wanted spaghetti and meatballs. Please send in the violins.

what you'll need
lamb, tomato pasta, breadcrumbs, egg, feta

Nevertheless, despite how wide the gap is between this ideal and my relative reality, I do try to close it, with varying degrees of success. And although I have little interest in helping preschoolers fulfill their life goal of subsisting exclusively on pasta and pizza, I are not immune to the occasional politely worded request. It’s from these two places that we had lamb meatballs last night and everyone was, for once, happy.

brown the small meatballs

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five egg sandwiches

three-pepper shakshuka with feta and za'atar

I came down with a Man Cold* and laryngitis** this week and it’s totally cramping my game, or it would be, if I had any. It’s pretty clear what the cold expects of me I’d like to it leave: loads of sleep, little activity and probably some bad reality television. But as I keep interpreting this as: go to a bookstore event, go to another great talk, take laptop to Genius Bar, watch my wind-up bug go… — essentially my rule for this week has been, if it’s a tightly-packed enclosed space a few degrees too warm with zero air circulation, I’ll be right over! — I shouldn’t be surprised that on Day 6 of this mess, I’m still a pill to be around.

three-pepper shakshuka

The only thing I like less is seeing this site go quiet while I wait for my appetite/creativity/enthusiasm to return, which gives me the perfect excuse to share some egg sandwiches I teased you with in December but have been hoarding since (seriously) 2012, when I created them for a magazine that never ended up running them. They’re short on process photos (though I’ve now experienced the vagaries the freelance life enough times to know: always take photos, lots of them) and lengthy details, but we enjoyed them all quite a bit at the time and will hopefully serve as a springboard for you for your own breakfast sandwich endeavors.

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Waiting for Bardot

Fútbol, paranoia y dolor: Argentina 1978

Videla y parte de la Junta Militar en el Mundial de Argentina 78. Foto cortesía de AFP.

Videla y parte de la Junta Militar en el Mundial de Argentina 78. Foto cortesía de AFP.

Cada Mundial, cada gesta deportiva de universal trascendencia, deja en el imaginario colectivo una imagen, un fotograma que pervive, generación tras generación, y acaba por sustituir a nuestros propios recuerdos.

En el caso del Mundial de 1978, el de Argentina, la imagen que pervive en la historia del fútbol es la de Mario Alberto Kempes, «el matador», corriendo exultante con los brazos abiertos mientras, desde el suelo, lo contemplan, humillados y derrotados, los jugadores holandeses de «la naranja mecánica», huérfanos de Cruyff, bajo una lluvia albiceleste de confeti.

Con el paso del tiempo esa imagen se ha ido emborronando y oscureciendo, la vergüenza nacional y la llegada del dios del fútbol, Maradona, acabó por eclipsar la primera victoria mundial del combinado argentino que hoy, tras tantos años, suscita más sombras que nunca.

El 25 de junio de 1978 se celebró en el estadio Monumental de Buenos Aires, la cancha recién remodelada de River Plate, la esperada final del Mundial de Argentina 1978, entre las selecciones de Argentina y Holanda.

Los holandeses se enfrentaban al recuerdo de la derrota contra Alemania en la final de 1974 y los argentinos buscaban, tras tantas décadas, resarcirse del fracaso de 1930. En el minuto 37 el héroe, Kempes, remató casi desde el suelo un balón que superaría al veterano arquero holandés, Jan Jongbloed. El 1-0.

Durante el segundo tiempo los tulipanes empatarían a solo unos minutos del final, de la mano de Dick Naninga, que remataría un centro preciso desde la derecha de Van der Kerkhof. Las gradas enmudecieron.

Apenas a un minuto del final del tiempo reglamentario un disparo a la madera del holandés Rensenbrink hizo recordar a muchos el drama del Maracanazo, dejando a la selección holandesa a solo unos centímetros de la gloria.

La prórroga arrojó una titánica lucha física que acabó con un nuevo gol de Kempes y otro, ya con una Holanda derrotada, de Daniel Bertoni, sellando el definitivo 3-1 del final.

Daniel Alberto Passarella, capitán de la albiceleste, recogía la Copa del Mundo de la mano del presidente de la Junta Militar, el general Jorge Rafael Videla, mientras los gritos de la enfervorizada multitud tapaban los gritos de los torturados en la tristemente famosa Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), a solo diez cuadras del estadio, menos de un kilómetro. «Mientras se gritan los goles, se apagan los gritos de los torturados y de los asesinados», diría Estela de Carlotto, de las Abuelas de la Plaza de Mayo, en el documental La historia paralela.

Dos años antes una junta militar presidida por Videla, junto con el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti, había alcanzado el poder derrocando a la presidenta María Estela Martínez de Perón, iniciando un llamado «Proceso de Reorganización Nacional».

La misión de la junta era la de acabar «con el desgobierno, la corrupción y el flagelo subversivo», como recuerda Carlos Toro en La aventura de la historia. Esta misión se materializó en la organización de un terrorismo de Estado que se entregó a la eliminación sistemática de todo disidente, o cualquiera que pareciese que pudiese serlo en un futuro.

Miles de ciudadanos, incluyendo niños, fueron víctimas de asesinatos, torturas y secuestros, muchos de los cuales aún no han podido resolverse, ante la impávida mirada del resto del mundo y la complicidad de muchos países.

Una de las primeras medidas del régimen fue ratificar la organización del Mundial del 78, con el apoyo de la FIFA. «Argentina está ahora más apta que nunca para ser la sede del torneo», afirmó el presidente del organismo, Joao Havelange. Videla designaría al vicealmirante Carlos Lacoste, mano derecha del jefe de la Armada, Emilio Massera, como responsable del deporte argentino y como encargado de mostrar al exterior un país moderno, alejado de la represión y la violencia que denunciaban algunos medios internacionales.

Solo Amnistía Internacional llamó a boicotear el evento, que obtuvo la respuesta del Parlamento de Holanda, que conminó a sus jugadores a no participar en actos oficiales. Las figuras futbolísticas más destacadas ausentes del mundial fueron el holandés Johan Cruyff y el alemán Paul Breitner, pero también sorprendió una en la propia albiceleste. Jorge Carrascosa, capitán histórico de la selección de Menotti, abandonó el equipo por «cuestiones de conciencia».

Varios jugadores de la selección sueca apoyaron abiertamente a las víctimas y acompañaron en una marcha a las Madres de la Plaza de Mayo, como se reflejó en el diario francés Le Monde, pero el balón siguió rodando sin importarle a casi nadie las más de treinta mil víctimas de la dictadura.

Dentro de la misma selección nacional argentina también se desvió la mirada hacia otro lado. Osvaldo Ardiles comentaría treinta años después: «Duele saber que fuimos un elemento de distracción para el pueblo mientras se cometían atrocidades». Menotti declararía en varias entrevistas: «Fui usado. Lo del poder que se aprovecha del deporte es tan viejo como la humanidad».

Videla entrega el trofeo al capitán argentino. Foto cortesía de AFP.

Videla entrega el trofeo al capitán argentino. Foto cortesía de AFP.

El caso del seleccionador argentino fue sin duda el más paradigmático del cinismo que mostraron muchos argentinos. Hombre de izquierdas reconocido, no quiso renunciar a la oportunidad de ganar un título que la calidad del combinado y los tejemanejes del régimen hacían probable.

Mientras apretaba la mano ejecutora de miles de compatriotas, la de Videla, Menotti arengaba a sus jugadores de la siguiente manera: «Cuando salgan al pasto, no miren al palco. Miren a la grada: ahí está el pueblo».

Menotti se convirtió, sin duda sin quererlo, en un aliado de la dictadura, que prohibió criticarle desde meses antes del comienzo del campeonato. El torneo estaba en la agenda del nuevo régimen desde su instauración: todo debía salir perfecto.

Para ello, además de contar con un equipo excelente, Videla se preocupó de que el evento lavara la imagen exterior de Argentina y, de puertas adentro, uniera y exacerbara el nacionalismo de la sociedad argentina. Para ello contrató a una empresa de comunicación y no dejó ningún detalle al azar, con un presupuesto de más de setecientos millones de dólares.

Momento especialmente sospechoso fue el tránsito de la albiceleste hacia la final del mundial. Tras pasar la primera fase, los argentinos vencieron a Polonia (2-0) y empataron con Brasil, en un partido de dureza extrema de los anfitriones que fue consentida por los árbitros.

Los encuentros Polonia-Brasil y Argentina-Perú, del grupo B, decidirían quién se enfrentaría en la final frente al primero del grupo A.

La diferencia de goles podría ser decisiva, así que la FIFA se puso del lado de los argentinos adelantando, por primera vez en el campeonato, el partido de los brasileños.

Brasil vencería a Polonia con un 3 a 1 y Argentina le endosaría nada más y nada menos que seis goles a un portero peruano, Quiroga, que, para más sospechas, era natural de Rosario (Argentina). Quiroga siempre defendería su inocencia, pero veinte años después señalaría a muchos de sus compañeros, acusándolos directamente de recibir sobornos. Por el vestuario argentino pasaría el mismísimo Videla, acompañado por Henry Kissinger, secretario de Estado norteamericano y cómplice de la represión en muchos países latinoamericanos, para arengar al combinado argentino.

Más de treinta años después surgen nuevos datos que llevan a sospechar del resultado de este mundial, el único realizado bajo una dictadura junto al de Mussolini en 1934.

La vergüenza de todos, libro del periodista y abogado argentino Pablo Llonto o el documental antes mencionado, La historia paralela, apunta nuevos datos escalofriantes, como la presencia de detenidos llevados a la fuerza a festejar el triunfo albiceleste, periodistas obligados a hacer preguntas favorables a la situación del país en las ruedas de prensa o la del torturador Jorge «Tigre» Acosta, gritándole «¡Ganamos!» a los prisioneros de la Escuela de Mecánica de la Armada, desde dónde muchos partirían hacia los «vuelos de la muerte».

«Nos usaron para tapar las treinta mil desapariciones. Me siento engañado y asumo mi responsabilidad individual: yo era un boludo que no veía más allá de la pelota», declaró no hace mucho el jugador Ricardo Villa, resumiendo el sentir de muchos argentinos respecto al Mundial de 1978, una victoria que dejaría un sabor amargo en toda una generación de argentinos, la trágica paranoia de una nación que se asesinaba así misma mientras gritaba de júbilo.

Me parece que soy de la quinta que vió el Mundial del 78,
me tocó crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor.

Crímenes perfectos», de Andrés Calamaro)

Cassettes

Fotografía: Pascal Terjan (CC).

Hace unos días albergué en mi casa a un par de chavales muy guapos que venían a ver mi ciudad; chicos guapos de los que piensan que el tobillo es bello. Íbamos a dar la primera vuelta por Madrid cuando, mientras nos maqueábamos antes de salir, me percaté de que uno de ellos llevaba un bolso blanco con la imagen serigrafiada de una cinta de cassette.

Ya me había dado cuenta, puesto que tengo ojos en la cara, de que las cintas se han convertido en una especie de adorado icono popular. El otro día en la exposición de Pop Art del Museo Thyssen, vi en la tienda de souvenirs el paradigma de este culto. Vendían un cinta de cassette llena de latas de Campbell de Warhol. El no va más.

Fotografía: Álvaro Corazón Rural.

Lo gracioso de este tema es que, antes de la oleada de pasión por las cassettes como concepto, como unos siete u ocho años atrás, recuerdo haber visto también tatuajes de cintas de cassette. Tatuajes, dibujos sobre piel humana para toda la vida. Eran los inicios del siglo XXI y la gente guay se estaba tatuando lo primero que había quedado obsoleto con la llegada del futuro. Es como si se tatúa usted ahora un móvil de los antiguos con un sugerente SMS en la pantalla. ¿Que le parece una gilipollez? Pues tiempo al tiempo.

Aunque si bien cambian las costumbres y las manías, el ser humano sigue siendo el mismo. Un fenómeno semejante al de los tatuajes de cintas lo contó muy bien Mauro Entrialgo en una historieta de 1994, «Budamanía», publicada en el álbum El efecto solomillo de la Factoría de Ideas.

Trataba de un hombre que había coleccionado muñecos de dinosaurios toda su vida, una cosa molona, hasta que con el estreno de Jurasic Park ahora parecía bobo. «El sobrino de Spielberg», se lamentaba él. También era un tío que iba con el pelo largo, desaliñado y con perilla desde que le salió la barba, pero que con la llegada del grunge de pronto parecía un niñato apuntado a la última moda. Y en lo que nos ocupa, los tatuajes, contaba que se había tatuado el escudo de Batman, entonces un cómic que leían los pocos que leían cómics o la lejana en el tiempo y entrañable serie de televisión de los sesenta de los mamporros onomatopéyicos, el caso es que con el estreno de la película de Tim Burton en 1988, que hasta yo recuerdo toda Madrid empapelada con carteles del murciélago, se lo tuvo que tapar avergonzado con un parche.

Imagen: Mauro Entrialgo / Factoría de ideas.

Lo que enseña esta historieta para mí es idéntico. La peña que a principios de la década anterior se hiciera un tatuaje de una cinta de cassette no sé qué sentirá ahora cuando se pase por un mercadillo y vea que hay gorros, bolsos, camisetas y toallas con dibujos de cintas de cassette. De tener cogido por los huevos al mundo de las tendencias a pasar a ser equiparable a un caballero de mediana edad con una camiseta de la selección y unos pantalones pirata, media un abismo. También salió una vez en El País Semanal alguien hace la tira de años con un toro de Osborne tatuado, un actor o algo, y menos mal que he olvidado su nombre porque me gustaría preguntarle qué tal lo lleva ahora que el símbolo es tan popular y se agita en lo alto en reuniones tan elegantes e ilustradas.

Pero no hemos venido a hacer sangre. Lo que queremos es aprovechar estas paradojas del mundo moderno como excusa para recordar las cintas de cassette, un artilugio alrededor del cual giraba nuestra vida. No es una exageración.

De la cinta sabemos que vino al mundo a competir con el cartucho, un formato olvidado y del que cuentan los viejos del lugar que sonaba de putifa. El fin último del cartucho o la cinta era escuchar música en el coche. Cualquier venerable anciano de la generación Mirinda habrá ido de vacaciones a Torremolinos en coche escuchando música del momento, Los Amaya, Joan Baez… en cartucho. Los de Barrio Sésamo, en cambio, viajábamos con cintas y seguramente todos estemos de acuerdo en afirmar lo mismo: la probabilidad de que una cinta en un coche se jodiera es igual a uno.

Hay que tener en cuenta que tanto los equipos reproductores de nuestros temidos y potentes Talbot Horizon, 127 y compañía, como las propias cintas, eran una porquería. De hecho, si la cinta desplazó al cartucho fue porque era «más económica», que en términos capitalistas se traduce por más basura.

Encima, los reproductores se robaban que daba gusto. De ahí el frontal extraíble, tan publicitado, que estuvo precedido no poco tiempo de la radio entera extraíble. Cómo olvidar esa imagen de señores con bigote yendo a hacer sus cosas, saliendo de sus respectivos curros o de domingo con los sobrinos, con la radio del coche asida con la mano que ya parecía un apéndice inseparable. Faemino y Cansado lo llamaron El hombre Túporaqui.

El riesgo de no ir por la vida con la radio del coche en la mano era que te encontrases la luna rota con una piedra de granito o un ladrillo y que te hubieran robado la radio. O peor. A un vecino mío, como no pudieron sacársela de su Citröen CX, le destrozaron el cuadro de mandos con el destornillador, como en Instinto Básico con el picahielos, y luego se cagaron en el asiento del conductor dejando ahí el pino a la mayor gloria de Dios. El ciudadano español de entonces no aceptaba la derrota como un sueco democristiano, precisamente.

El caso es que el hecho de que los cassettes girasen en torno a los vehículos convirtió a las gasolineras en tiendas de música. Y que en las gasolineras se vendiera música a los camioneros y otras gentes de camisa desabotonada y anhelos de libertad motivados por una breve estancia en prisión por un delito que no había cometido, sirvió para que a esa música se la denominara «música de gasolinera». Pero este término es falaz. A las gasolineras me iba yo a comprar cintas de Judas Priest o los dos Keeper de Helloween, o Eskorbuto, Kortatu y La Polla Récords. También, por qué no, Triana y Medina Azahara, puesto que costaban 495 pesetas, que era un precio asumible para un niño. No como en la tienda de discos del barrio que te ponían una navaja al cuello solo para entrar.

Imagen: Agneta Von Aisaider (CC).

Aunque a las masas del siglo XXI lo que les mola recordar de las gasolineras son las cassettes del Payo Juan Manuel y compañía. Son kitsch. Son España profunda y su cine de quinquis, algo de lo que gusta reírse el joven moderno de hoy siempre y cuando se halle, la España profunda y sus quinquis, muy lejos en el espacio y en el tiempo. Cuando un menda con tatuajes talegueros atraca a tu madre en el portal de tu casa con un cuchillo, el tatuaje taleguero, el expresidiario y sus tonadillas preferidas no son cosas que quieras abrazar en clave de pop al grito de «¡uaoh, cómo se nos va la olla, tíos!».

Con todo, cuando empezó a cachuflar esto de internet, todos nos volvimos majaretas con la página Caviar del Caspio. Era una recopilación de portadas y títulos de cintas de gasolinera inenarrable. Tuve la fortuna de conocer en su día al buen hombre que la creó, que trabaja alejado del mundanal ruido en una estación meteorológica y es un eslavófilo de pro, pero hoy, harto de tanta tontería, no ha querido brindarme sus palabras para este texto más por aburrimiento que por otra cosa. No se lo echaremos en cara. Pero no queda más remedio que reciclar una entrevista que le hice para Ruta 66 hace diez años.

La cosa comenzaba preguntándome yo si no articularía Sabino Arana su doctrina al contemplar su colección de musicassettes —era la época del Plan Ibarretxe aunque él prefería denominar su tesoro «abisales flores de estercolero», para pasar a hablar de la creciente fiebre por las llamadas «cintas de gasolinera». Empezaba:

Sí que detecto cierta moda, pero, por definición, el punto de vista que defiendo ante la basura musical es marginal y minoritario. Sí que hay interés y proliferación, creciente además, de fenómenos basura, a mi juicio grasas saturadas, en términos asimilables por el mercado, pero me temo, con el debido respeto y sin ánimo de sentar cátedra, que es la propia industria del ocio la que los genera y alimenta con productos diseñados para satisfacer esa demanda.

Y a la hora de enumerar los reyes de la casssette hispana, decía:

Hubo una época en que escuchar el Payo Juan Manuel, aún enterrado y oculto para la marabunta, supuso una veta inagotable de tremebundas experiencias en cascada. No solo por sus ripios verduscos, que eran lo de menos; era sobre todo por su visión del mundo, su cosmogonía cafre. Me dejaba turulato. Pero luego vino el Pelos y los Marus ¡qué mullets, tíos! O Tony el Gitano, ¡qué arte de combinar chaqueta y pantalón! O Joan Josep cantando el «Himno de la petanca», o Dulce Vega y sus jadeos eróticos, o el mismísimo Leo Rubio, «el gabacho pitiminí», cantando a la construcción como si le fuera la vida en ello.

Los más blandos y comerciales Beatles se asimilarían a nuestros impertérritos Chunguitos y los más salvajes y peligrosos Rolling Stones devendrían en nuestros afilados, por las filomenas, Chichos; con el Jeros como mártir de la causa en contraposición al inexplicable y mefistofélico pacto del Jagger.

Para los Judas Priest, haciendo abstracción del heavy en su conjunto, pondría la Charanga del Tío Honorio, un experimento del gran Honorio Herrero nunca justamente valorado. Sería cambiar los pelos por la boina.

Dylan, cantautor eterno, sería Emilio el Moro. Espejo de generaciones y letrista extraviado de nuestra historia musical. El virtuosismo convulso de Hendrix a lomos de su Stratocaster, solo lo he avistado en Cecilio Serrano García «el ruiseñor verato», de Madrigal de la Vera, se entiende, al mando de su célebre Casiotone C-500 adaptado.

Y una biografía de un grupo gasolinero cualquiera, para hacernos idea, una composición de fondo:

Podría hablar del auge y caída de los Pillo’s Boys, de Tiétar, Cáceres. Durante sus buenos años una institución en la escena top-gasolineras meseteña. Comenzaron al tran tran, hacia 1992, en su pueblo rifando un jamón en medio de la actuación hasta llegar, en sus buenos tiempos, a alcanzar un caché de trescientas mil pelas por gala. Barra aparte. Junto con Cecilio, Toni y Susi, Antonio y Jesús, para los amigos, y Deme «el castellano», el dandi montaraz, han copado el circuito habitual de festejos mayores en la Extremadura rural contemporánea. Virguerías como el «Garabirubí», «Corazones peregrinos» o, mismamente, su ajustada revisión de «Paquito el Chocolatero», aunque un poco monocordes en su compás simple de teclado de primera generación y arropadas en una, en mi humilde opinión, restrictiva puesta en escena, han hecho las delicias de grandes y chicos en sus recordados bolos. Desgraciadamente para sus seguidores, el éxito se los comió y, por desavenencias artísticas y personales, recientemente pleitearon de malas formas. Hoy por hoy el ideólogo musical y estético de la pareja, el Pillo gordo para entendernos, mantiene el testigo y la marca de la casa en solitario, deleitando a la concurrencia con joyas del calibre de «Man robao el coche».

¿Y a qué huelen las cassettes?

Pero claro, todo esto, por muy gasolinera que fuese, serían cassettes originales. Alrededor de lo que giraba nuestra vida, al menos la vida de los que nunca nos habían quemado un camión los franceses, era de las cintas vírgenes. De hecho, llegó un momento en el que los LP traían un aviso mu serio mu serio que rezaba «Tape trading is killing music». Es decir, intercambiar cintas grabadas con discos, el pirateo de toda la vida de dios, iba a acabar con la música. Y así ha sido, como todo el mundo sabe, en España ya no hay festivales de música, cuando en los setenta y ochenta había decenas cada verano. Tampoco hay grupos, ni comercios con la música a todo trapo, ni niñatos en el metro con sus engendros sónicos a tope en el teléfono. La música ha muerto y como penitencia tenemos un músico por cada tres habitantes pidiéndonos que vayamos el viernes a verle rascar la guitarra o pinchar en no sé dónde.

Fotografías: Happy Days Photos and Art (CC).

Y todo por culpa de las cintas. ¿Pero qué eran las dichosas cintas? Pues artilugios de plástico con una tira de óxido férrico, óxido de cromo… yo qué sé, un montón de cosas que vienen en la Wikipedia. Lo importante es ¿se podían comer? No. ¿Se podían oler? Sí. ¿A qué olían? Señores, en mi humilde opinión, olían a cacahuetes. A estas alturas de la vida ni me enorgullezco ni me avergüenzo de nada y digo las cosas como las pienso: a cacahuetes me olían. Y si les extraña huélanlas, por donde estaba la cintilla marrón, y me dicen. Las TDK preferiblemente.

En mis tiempos todo esto era campo e internet no existía pero era mejor

Aparte de para olerlas, las cintas servían fundamentalmente para grabar discos. A tu amigo le compraban un disco por navidades y tú te lo grababas de él. Simple. Cuanto más guais eran tus amigos, mejores cintas te podían grabar. Cuanto menos cerca estuvieses de la persona guay, menos calidad tendría tu cinta, pues perdía en cada grabación. ¿Entonces el tema de la cinta te empujaba a salir a la calle a hacer amigos y era un rollo mucho más saludable y auténtico que la fría internet? Podríamos decir que sí y luego masturbarnos mutuamente los que hemos nacido hace más de treinta años, pero no. Es que no tenía por qué ser así. Internet, tal y como la conocemos en cuestiones musicales, ya existía. ¿U os creéis que en el pasado éramos gilipollas, niñatos?

Lo que pasa es que era distinta. No había ordenadores ni circuitos. Cuando tú querías cambiar cintas con alguien, escribías una carta a otra persona que podría haberse anunciado en un medio, revista o fazine. Os enviabais listas de cintas y discos mutuamente, elegíais y os grababais. El proceso, llamadlo tiempo de descarga, tardaba de tres a seis semanas. Era lo único malo, pero teníamos de todo menos prisa.

Luego la navegación también existía. Cada programa de radio, fanzine, grupo o amigo del intercambio de cintas tenía un flyer con su dirección del que hacía miles de copias. Tú, en cada carta, metías todos los flyers que te habían llegado en otros intercambios, de modo que la función de ese papelucho tristemente fotocopiado con el nombre de «Luna negra de la noche con sangre de doncella derramada en el pecho desnudo a las cuatro de la mañana con menos diez grados» y su dirección debajo hacía la misma función que puede hacer hoy en día un banner. Cada día recibías más flyers desconocidos, de cada rincón del mundo y escribías y recibías más y más cartas con más y más cintas. ¿La bandeja de entrada llena de emails? ¿Muchas notificaciones de Facebook? ¿Menciones en Twitter? Todo eso es de pobres. La auténtica y verdadera alegría social es haber tenido el buzón de casa lleno de cartas y paquetitos cada mañana y cada tarde —mi cartero, como el de la película, pasaba dos veces al día—.

Pero ¿cómo? ¿que mandar cartas y paquetitos es caro y los emails ahora son gratis? No. Eso son chorradas y mentiras. Enviar paquetes antes también era gratis. Completamente gratis. Solo había que hacer una pequeña inversión inicial, como cuando das de alta tu conexión, y comprar una serie de sellos de diferentes valores. Ejemplo: diez de cien pesetas, veinte de cincuenta pesetas, otros tanto de veinte pelas, etc… Y luego, a la hora de enviar a tu amigo «Ano que sangra en la penumbra» un piratito de los Manowar que no tiene ni dios, hacías el paquete y rendías pleitesía a su majestad el rey Juan Carlos I.

¿Cómo que rendir pleitesía? Sí, igual que los periodistas independientes, lo enjabonabas. Pero en sentido literal. Cogías un pegamento de barra Print, le ponías una fina película de pegamento en la superficie al sello, en la cara de Juancar concretamente, y luego le decías a tu amigo que te los devolviera en su siguiente envío. Al recibirlos de vuelta, les pasabas un poquito de agua por encima y el matasellos se iba con suma facilidad. Ya solo había que dejarlos secar y vuelta a empezar. Así durante años. Ahora dime tú cómo enviar por email algo que pesa doscientos cincuenta gramos y que te salga gratis. Desgraciadamente, los nuevos sellos postales digitales, con códigos de barras y todo el copón, acabaron por hacer desaparecer estas prácticas por las que tanto cariño le teníamos al rey. Por pequeños detalles como este dicen que Felipe VI lo va a tener difícil.

Fotografía: Kevin Simpson (CC).

Así lográbamos acumular montones de cintas. Montañas. Y entonces empezaba el desarrollo del espíritu, te hacías tus propias portadas a mano. Todavía no he visto ninguna web que recopile portadas de cinta hechas a mano, a saber, portadas de los Maiden, de Metallica. Esos logotipos copiados con mucho sufrimiento. Ese Eddie que parecía Cobi. Un horror. El espanto. Tenebroso todo. Viendo creaciones de algunos familiares y amigos entraban ganas de gritar eso que dice Don Drapper en la primera de Mad Men: «¡¡¡Tenemos más intelectuales y artistas fracasados que el III Reich!!!»

Intercambiando, intercambiando, al final uno lograba reunir joyitas de difícil catalogación. Por citar una, mi favorita de todo lo que acumulé fue un grupo panameño que hacía ruido básicamente mezclado con fragmentos de películas porno sudamericanas o dobladas por actores latinos. Era una auténtica delicia. Pero ya ven, sexo y violencia, la programación diaria de cualquier televisión privada generalista. Mucho underground, pero teníamos un gusto de lo más vulgar. Al final los únicos excéntricos de verdad son los que se escuchan sinfonías del tirón del Mozart ese.

Por otro lado, las cassettes se podían escuchar tanto en casa como en el coche como en la calle en un artilugio llamado walkman. Sin querer extendernos en este particular, tan solo señalaremos que no se podía cambiar de canción con apretar un botón, como ahora, pero sinceramente yo creo que las cintas, pese a sus evidentes limitaciones técnicas, sonaban mejor que los mp3. A mí con los mp3 me ha pasado de pararme un momento en mitad de la calle y decirme que no me iba a engañar a mí mismo. Preguntarme: ¿me puedes explicar qué estás escuchando? Y contestarme: pues la batería, bajo y guitarra, la verdad, seamos honestos, parecen un ventilador de peli de cine negro en el medio oeste americano, y luego hay una voz y algún punteo que se intuye, que se siente más que se escucha. Y estamos hablando de mp3 de algún grupo de power pop, nada de ruidistas japoneses. Por eso mi opinión es que los mp3 sin padre ni madre que se descargan o te pasan suenan como el culo, francamente. Es lo que tiene la democracia digital, que los Allman Brothers suenen como los Cramps en el reproductor portátil y tú feliz porque es gratis. Algún día alguien se grabará golpeando con el glande sobre la mesa cantando por encima, nombrará el mp3 como Dead Kennedys y pasará totalmente desapercibido.

También, como detalle simpático, cabe señalar que para ahorrar pilas del walkman rebobinábamos las cintas con un bolígrafo Bic. Un fenómeno muy recordado. Es decir «walkman, cinta de cassette en el instituto» y que automáticamente alguien conteste «rebobinar con boli Bic». Asquerosa nostalgia pavloviana.

Pero bueno. Al final, todos hemos pasado por el aro del mp3 y si hay alguien escuchando cintas por ahí es que está en riesgo de exclusión social o es de un esnob que, sinceramente, lo que se merece es que le den dos hostias bien dadas. No obstante, una vez pasada la era, la putada fue ver qué hacía uno con tanta cinta que no servía para nada. Una idea que surcó internet en su momento fue hacer muebles. Pero con cajas de cinta y de cedé le hice yo una casita al gato y pasó de ella con el pasotismo aristocrático que solo los gatos saben tener.

En otros ámbitos, sin embargo, las cajas de las cintas fueron muy apreciadas para llevar de un lugar a otro dobladito el papel de plata de chinos de heroína sin terminar. Una pequeña revolución en la movilidad urbana. Momento en el cual algunas gentes de vanguardia, como decía al principio, decidieron tatuarse cassettes en la piel. Y así está el círculo.

Fotografía: Víctor Adrián (CC).

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