< G N Z S N Z >

Los secretos del hombre araña

Un mordiscón no es para la polémica. Seamos sinceros por un momento. Les pido que nos detengamos un instante, cerremos las ventanas en la compu, pongamos el celular en silencio. 60 segundos sin alarmas…

Ayer, lo decía Andrés Di Tella durante una charla abierta, el árbitro tiene que juzgar por lo que vio, y no por lo que podría haber visto. El gran hermano no existe todavía. Y aunque ya estuviera reinando sobre nosotros, la cantidad de información que habría que procesar para tener “un ojo en todas partes” sería de tal magnitud que eliminaría por completo “la experiencia”, como bien dijo Andrés.

Yo me acordé de Gary Winogrand y su frase célebre: “There are no photographs while I’m reloading” (click aquí). Y lo decía él, que hizo la única fotografía (arriba) en la historia del fotoperiodismo donde se pueden ver en un partido de fútbol americano  a todos los jugadores y jueces juntos en una sola toma.

Y esa foto es extraordinaria porque precisamente transmite lo que Andrés Di Tella tanto se preocupa en preservar: la experiencia.

Les pregunto entonces queridos y queridas comentaristas:

1- ¿Ustedes de qué lado están? ¿Con el Gran Hermano o con La Experiencia?

2- ¿Prefieren ver todo, o lo que realmente importa? ¿Y cómo lo decidimos?

3- Un partido de fútbol, ¿es cómo lo miramos por televisión, o es como lo vemos en directo en la cancha? ¿Cuál de las dos visiones es la más real?

4- En el mundial del 2018, ¿será la última vez que haya fotógrafos acreditados?

Photo



Ballerina in a shipping container

orchidetelm: Anna Karina and Michel Subor on the set of “Le...



orchidetelm:

Anna Karina and Michel Subor on the set of “Le Petit Soldat”,1960

ph.Angelo Frontoni

American

pureblyss: bread, wine, cheese. the necessities.



pureblyss:

bread, wine, cheese. the necessities.

christiangideon1: summer vibes // instagram.com/christiangideon

La barrera de cuartos

La selección argentina ha conseguido clasificarse a los cuartos de final de Brasil 2014. Tras superar en un partido no apto para cardíacos, en la prórroga, a una ordenada Suiza. El rival será la selección belga (en el recuerdo permanecen el 0-1 en España 82 y el 2-0 en México 86) cuya generación está dando mucho que hablar. Para una de las llamadas potencias mundiales, los cuartos de final no deberían ser un muro infranqueable ni una barrera psicológica como le ocurrió, en su momento, a la actual campeona de Europa y del Mundo. Cuando Aragonés y sus pupilos lo consiguieron, la historia cambió. No obstante, el conjunto albiceleste no logra clasificarse a una semifinal desde el mundial de Italia 1990, donde acabaría siendo subcampeón.

A este dato hay que añadirle que Argentina no consigue un título en el ámbito de la Selección Mayor desde la Copa América 1993. En un país tan futbolero y apasionado, otra caída en cuartos sería decepcionante por el mero hecho de que en Rusia, los actuales componentes tendrán cuatro años más y sobre todo su máxima estrella, Lio Messi, en quien se encomiendan para lograr su tercera copa. Si además mencionamos el flojo trabajo en categorías inferiores Sub-17 y Sub-20, el futuro aparenta ser poco alentador.

Para el hincha es casi un ahora o nunca. También hay que tener en cuenta que desde la fase de grupos hasta la semifinal -en caso de clasificación- el único rival con historia serían los Países Bajos, aunque ha quedado demostrado en el mundial que el nivel está cada vez más equilibrado y que ya no se gana con la camiseta. Por su sector, en el mata mata, no han coincidido rivales que en los pronósticos se esperaban como Francia, España, Italia o Portugal.

Dejando de lado el USA 94 donde fueron apeados por Rumania en octavos, con el resonante y trascendental positivo por dopaje de Maradona (la imagen de la enfermera saliendo del campo con Diego Armando está grabada en la retina de todos los argentinos), nos situamos en Francia 98, donde el equipo de Pasarella (con Alejandro Sabella como ayudante) volvía a disputar unos cuartos de final. Los Países Bajos, el rival a batir. Aquel elenco había tenido algún problema interno como el de Fernando Redondo por su cabello. Pese a no contar con el número 5, Argentina ganaba su grupo ante Japón, Jamaica y Croacia para finalmente eliminar a Inglaterra por penales en la ronda de dieciséis. Patrick Kluivert adelantó a los neerlandeses y el Piojo López igualaba la contienda para llegar al descanso con empate. En un encuentro en el que ambos conjuntos pudieron ganar, Numan se fue expulsado y cuando la clasificación estaba más cerca, la agresión de Ortega a Van der Sar a falta de tres minutos para el final y el gol de Bergkamp cuando la prórroga era (casi) ineludible enviaron al equipo dirigido por Daniel Alberto a casa.

Tras la durísima eliminación en fase de grupos en Japón y Corea bajo el mando de Marcelo Bielsa, en 2006 las ilusiones se renovaban con el actual seleccionador de Colombia, José Pekerman. Un hombre muy laureado en juveniles que por fin tenía su oportunidad tras la dimisión de Bielsa. De mayor a menor fue la participación albiceleste. En el famoso grupo de la muerte, ganó a Costa de Marfil, arrolló a Serbia y Montenegro y se aseguró el primer puesto del grupo tras empatar ante los Países Bajos. En una prórroga similar por la angustia a la de Suiza del pasado martes, vencieron a México con un gol antológico de Maxi Rodríguez. Era el turno de enfrentarse a los anfitriones, con Messi y Mascherano en su primera participación mundialista. Riquelme, Saviola, Cambiasso eran algunos de los componentes en un equipo donde el buen trato del balón era innegociable. Fue un encuentro en el que se recuerdan algunos detalles como la lesión de un excelso Abbondanzieri quien fue muy criticado en la previa a la cita. Un gran atajador de penaltis que se retiraba lesionado y dejaba a Pekerman con una modificación menos. Leo Franco no pudo hacer nada ante un remate de cabeza de Klose y los penales iban a dejar sin semifinales a los sudamericanos. Una imagen recordada es la de Lehmann (dos meses antes había amargado a Riquelme y Villarreal en Champions con otra pena máxima) con el papel donde supuestamente tenía indicado los lados donde ejecutarían los argentinos. Tras el partido, algunos sectores de la prensa local atizaron al entrenador tachándolo de conformista por el cambio de Cambiasso por Riquelme ya que ocho minutos más tarde (en el ochenta para ser exactos) llegaría la equidad en el marcador.

Era el turno de que África organizase el evento más importante a nivel futbolístico. Era la hora de Diego Armando Maradona desde el banquillo. Y no existe otro individuo que genere más fe que el de Villa Fiorito, más aún con la ayuda y la herencia del 10 en la camiseta de Lio Messi. La clasificación en las eliminatorias fue agónica con Martín Palermo como héroe ante Perú (situación similar al gol de Gareca ante los peruanos en 1985 en el mismo Monumental). El elenco evidenciaba una falta de equilibrio llamativa que alarmaba a propios y extraños. Pese a ese desequilibrio vencieron a Nigeria, Corea del Sur y Grecia en la fase de grupos. México hizo aún más notorios esos problemas de estabilidad, pero un fallo defensivo y un gol en claro fuera de juego aseguraban el pase para cruzarse (otra vez) ante la Mannschaft. Alemania fue una apisonadora, endosando un 4-0 inolvidable a la albiceleste. Ni Maradona ni Messi juntos rompían con el maleficio.

Si hacemos un breve resumen, podemos observar que salvo en tierras africanas, el combinado bicampeón del mundo estuvo cerca de romper con esa mala racha. Generalizando, en Francia una irresponsabilidad individual y un fallo de concentración agregado a una genialidad la dejó sin el premio. En 2006, no se controló el partido y en los penales, Alemania (acumula tres victorias seguidas como en la final de 1990, y las consecutivas eliminaciones en las últimas dos ediciones) fue más, tanto psicológicamente como en el trabajo previo al partido del meta alemán respecto a los penaltis.

Es vox pópuli entre fanáticos de aquella nación donde el fútbol es religión que la suerte es esquiva a los suyos por toda la acumulada en 1990, cuando donde vencieron a Yugoslavia e Italia gracias a un inspirado Goycochea en la tanda de penales y por la mínima a Brasil (con la lamentable y confirmada sospecha del agua a Branco), donde los palos fueron sus mejores aliados.

Cierto es que en un Mundial la suerte puede tener un grado de importancia (ese comodín pudo haberse gastado tras el palo de Dzemailli), pero es un detalle mínimo ya que para añadir una estrella en el pecho hay que sopesar cuantitativos aspectos. La historia de este fascinante campeonato está llena de detalles mínimos que suman para alcanzar la gloria. Pero en el caso argentino, quedó demostrado en la anterior edición que la suerte tiene que estar (muy) acompañada de diversos factores futbolísticos.

La Celeste y Blanca está teniendo un rendimiento individual diverso. Jugadores en gran nivel y otros que no están dando la talla. Ya en el debut, Messi se ha sacado la mochila que tanto le pesaba en este campeonato. Si bien no participa de forma constante, cuando le toca contactar con el esférico el mundo se paraliza. Ha participado directa e indirectamente en seis de los siete tantos convertidos. Romero está teniendo una soberbia actuación, la de un arquero de equipo grande. Responde cuando lo necesitan pese a su inactividad durante el juego. Su suplencia en Mónaco por culpa de Danijel Subasic no aparenta pasarle factura. Tanto Agüero como Higuaín parecen no haber llegado en grandes condiciones físicas para este acontecimiento. Di María ha ido de menos a más, siendo clave en los treinta minutos finales ante Suiza. Mascherano es el líder, añade a su excelso trabajo la corrección de errores ajenos como los de Fernando Gago quien ralentiza la salida en estático y queda constantemente en evidencia en labores defensivas. En la defensa, destacan un siempre correcto Garay y un sorprendente Rojo (no estará ante Bélgica por acumulación de tarjetas), de actuaciones magníficas tanto en la marca como en proyecciones. Federico Fernández es quizá el punto más débil de esta selección. Inseguro con el balón en los pies y cada vez que tiene que abandonar su hábitat. Zabaleta es el único que se encuentra en un nivel medio, intercambia buenas y malas actuaciones incluso dentro de un mismo partido. Palacio en los minutos que le ha tocado colaborar, ha ejecutado desde un plano táctico buenas intervenciones. Lavezzi no ha convencido cuando tuvo la ocasión de formar parte del once inicial.

A nivel colectivo, Sabella ha ido corrigiendo errores como la lentitud en largas posesiones pero también permanece en búsqueda  del perfeccionamiento en el famoso equilibrio. Ante Suiza se vio la mejor actuación en transiciones defensivas. Es evidente que a esta selección le favorecen los partidos rotos ante rivales de menor entidad, donde marca la diferencia la calidad de los atacantes. De momento, solo ha podido ejecutar ese juego que le proporciona tantas variantes y ventajas en algún segmento ante Nigeria y en el minuto 117 ante Suiza. El antiguo entrenador de Estudiantes de la Plata se ha mostrado conforme de cara al último choque, donde se ha podido visualizar una Argentina más junta y sacrificada, sobre todo tras la pérdida del balón (con un inmenso Mascherano). Proponer y atacar en estático es, posiblemente, lo más complicado ante rivales ordenados y parapetados en campo propio. Veremos que plantea Wilmots y Bélgica, equipo que tiene las mismas virtudes y defectos tanto en transiciones como en el engendramiento de jugadas. El 5-3-2 (cuarenta y cinco minutos ante Bosnia), 4-3-3 o 4-4-2 desde el minuto cero, son las opciones que ha barajado Alejandro.

Se acerca la hora de la verdad y el ahora o nunca parece ser tomado con calma por un grupo de jugadores que han demostrado madurez y unión en la intimidad. La barrera de cuartos de final espera baja, Argentina reza e implora que por fin, tras 24 años, se levante para progresar en el camino al Maracaná.

Seguir a @FutboLuegoExist

Curiosity and Wonder Are My Religion: Henry Miller on Growing Old, the Perils of Success, and the Secret of Remaining Young at Heart

“If you can fall in love again and again… if you can forgive as well as forget, if you can keep from growing sour, surly, bitter and cynical… you’ve got it half licked.”

“On how one orients himself to the moment,” 48-year-old Henry Miller wrote in reflecting on the art of living in 1939, “depends the failure or fruitfulness of it.” Over the course of his long life, Miller sought ceaselessly to orient himself toward maximal fruitfulness, from his creative discipline to his philosophical reflections to his exuberant irreverence.

More than three decades later, shortly after his eightieth birthday, Miller wrote a beautiful essay on the subject of aging and the key to living a full life. It was published in 1972 in an ultra-limited-edition chapbook titled On Turning Eighty (public library), alongside two other essays. Only 200 copies were printed, numbered and signed by the author.

Miller begins by considering the true measure of youthfulness:

If at eighty you’re not a cripple or an invalid, if you have your health, if you still enjoy a good walk, a good meal (with all the trimmings), if you can sleep without first taking a pill, if birds and flowers, mountains and sea still inspire you, you are a most fortunate individual and you should get down on your knees morning and night and thank the good Lord for his savin’ and keepin’ power. If you are young in years but already weary in spirit, already on the way to becoming an automaton, it may do you good to say to your boss — under your breath, of course — “Fuck you, Jack! You don’t own me!” … If you can fall in love again and again, if you can forgive your parents for the crime of bringing you into the world, if you are content to get nowhere, just take each day as it comes, if you can forgive as well as forget, if you can keep from growing sour, surly, bitter and cynical, man you’ve got it half licked.

He later adds:

I have very few friends or acquaintances my own age or near it. Though I am usually ill at ease in the company of elderly people I have the greatest respect and admiration for two very old men who seem to remain eternally young and creative. I mean [the Catalan cellist and conductor] Pablo Casals and Pablo Picasso, both over ninety now. Such youthful nonagenarians put the young to shame. Those who are truly decrepit, living corpses, so to speak, are the middle-aged, middleclass men and women who are stuck in their comfortable grooves and imagine that the status quo will last forever or else are so frightened it won’t that they have retreated into their mental bomb shelters to wait it out.

Miller considers the downside of success — not the private kind, per Thoreau’s timeless definition, but the public kind, rooted in the false deity of prestige:

If you have had a successful career, as presumably I have had, the late years may not be the happiest time of your life. (Unless you’ve learned to swallow your own shit.) Success, from the worldly standpoint, is like the plague for a writer who still has something to say. Now, when he should be enjoying a little leisure, he finds himself more occupied than ever. Now he is the victim of his fans and well wishers, of all those who desire to exploit his name. Now it is a different kind of struggle that one has to wage. The problem now is how to keep free, how to do only what one wants to do.

He goes on to reflect on how success affects people’s quintessence:

One thing seems more and more evident to me now — people’s basic character does not change over the years… Far from improving them, success usually accentuates their faults or short-comings. The brilliant guys at school often turn out to be not so brilliant once they are out in the world. If you disliked or despised certain lads in your class you will dislike them even more when they become financiers, statesmen or five star generals. Life forces us to learn a few lessons, but not necessarily to grow.

Somewhat ironically, Anaïs Nin — Miller’s onetime lover and lifelong friend — once argued beautifully for the exact opposite, the notion that our personalities are fundamentally fluid and ever-growing, something that psychologists have since corroborated.

Miller returns to youth and the young as a kind of rearview mirror for one’s own journey:

You observe your children or your children’s children, making the same absurd mistakes, heart-rending mistakes often, which you made at their age. And there is nothing you can say or do to prevent it. It’s by observing the young, indeed, that you eventually understand the sort of idiot you yourself were once upon a time — and perhaps still are.

Like George Eliot, who so poignantly observed the trajectory of happiness over the course of human life, Miller extols the essential psychoemotional supremacy of old age:

At eighty I believe I am a far more cheerful person than I was at twenty or thirty. I most definitely would not want to be a teenager again. Youth may be glorious, but it is also painful to endure…

I was cursed or blessed with a prolonged adolescence; I arrived at some seeming maturity when I was past thirty. It was only in my forties that I really began to feel young. By then I was ready for it. (Picasso once said: “One starts to get young at the age of sixty, and then it’s too late.”) By this time I had lost many illusions, but fortunately not my enthusiasm, nor the joy of living, nor my unquenchable curiosity.

And therein lies Miller’s spiritual center — the life-force that stoked his ageless inner engine:

Perhaps it is curiosity — about anything and everything — that made me the writer I am. It has never left me…

With this attribute goes another which I prize above everything else, and that is the sense of wonder. No matter how restricted my world may become I cannot imagine it leaving me void of wonder. In a sense I suppose it might be called my religion. I do not ask how it came about, this creation in which we swim, but only to enjoy and appreciate it.

Two years later, Miller would come to articulate this with even more exquisite clarity in contemplating the meaning of life, but here he contradicts Henry James’s assertion that seriousness preserves one’s youth and turns to his other saving grace — the capacity for light-heartedness as an antidote to life’s often stifling solemnity:

Perhaps the most comforting thing about growing old gracefully is the increasing ability not to take things too seriously. One of the big differences between a genuine sage and a preacher is gaiety. When the sage laughs it is a belly laugh; when the preacher laughs, which is all too seldom, it is on the wrong side of the face.

Equally important, Miller argues, is countering the human compulsion for self-righteousness. In a sentiment Malcolm Gladwell would come to complement nearly half a century later in advocating for the importance of changing one’s mind regularly, Miller writes:

With advancing age my ideals, which I usually deny possessing, have definitely altered. My ideal is to be free of ideals, free of principles, free of isms and ideologies. I want to take to the ocean of life like a fish takes to the sea…

I no longer try to convert people to my view of things, nor to heal them. Neither do I feel superior because they appear to be lacking in intelligence.

Miller goes on to consider the brute ways in which we often behave out of self-righteousness and deformed idealism:

One can fight evil but against stupidity one is helpless… I have accepted the fact, hard as it may be, that human beings are inclined to behave in ways that would make animals blush. The ironic, the tragic thing is that we often behave in ignoble fashion from what we consider the highest motives. The animal makes no excuse for killing his prey; the human animal, on the other hand, can invoke God’s blessing when massacring his fellow men. He forgets that God is not on his side but at his side.

But despite observing these lamentable human tendencies, Miller remains an optimist at heart. He concludes by returning to the vital merriment at the root of his life-force:

My motto has always been: “Always merry and bright.” Perhaps that is why I never tire of quoting Rabelais: “For all your ills I give you laughter.” As I look back on my life, which has been full of tragic moments, I see it more as a comedy than a tragedy. One of those comedies in which while laughing your guts out you feel your inner heart breaking. What better comedy could there be? The man who takes himself seriously is doomed…

There is nothing wrong with life itself. It is the ocean in which we swim and we either adapt to it or sink to the bottom. But it is in our power as human beings not to pollute the waters of life, not to destroy the spirit which animates us.

The most difficult thing for a creative individual is to refrain from the effort to make the world to his liking and to accept his fellow man for what he is, whether good, bad or indifferent.

The entire On Turning Eighty chapbook, which includes two other essays, is a sublime read. Complement it with Miller on writing, altruism, the meaning of life, what creative death means, and his 11 commandments of writing.

Donating = Loving

Bringing you (ad-free) Brain Pickings takes hundreds of hours each month. If you find any joy and stimulation here, please consider becoming a Supporting Member with a recurring monthly donation of your choosing, between a cup of tea and a good dinner.

You can also become a one-time patron with a single donation in any amount.

Brain Pickings has a free weekly newsletter. It comes out on Sundays and offers the week’s best articles. Here’s what to expect. Like? Sign up.

Brain Pickings takes 450+ hours a month to curate and edit across the different platforms, and remains banner-free. If it brings you any joy and inspiration, please consider a modest donation – it lets me know I'm doing something right. Holstee

¡Cuidado! Cuando los libros fueron como internet

Proceso de escaneado de un libro para su conversión en archivo digital. Foto: John Blyberg (DP).

Proceso de escaneado de un libro para su conversión en archivo digital. Foto: John Blyberg (DP).

Las nuevas tecnologías cambian tu vida menos de lo que crees, y más de lo que crees.
El filósofo ateniense Sócrates detestaba los libros. Estaba convencido de que los libros destruirían el mundo, condenando a la humanidad a las tinieblas de la ignorancia. Sócrates solo confiaba en la oralidad, en la transmisión de los conocimientos de sabio a sabio, porque permitiendo que cualquiera escribiera un libro y que cualquiera pudiera leerlo, no podíamos estar seguros de nada. Además, cada vez habría más libros, y sería imposible abarcarlos todos o, al menos, separar el grano de la paja. Lo correcto se mezclaría con lo incorrecto, lo veraz con lo falso, lo sublime con lo indigno.

Probablemente Sócrates constituye el primer caso célebre de advertencia contra la «infoxicación», lo cual no deja de ser irónico porque Sócrates vivió dos mil cuatricientos años antes del nacimiento de la imprenta de Gutenberg y más de dos mil ochocientos años antes del nacimiento de internet, cuando se estableció Arpanet, la primera conexión entre ordenadores. Afortunadamente, su discípulo Platón no mantenía una visión tan agorera de la cultura escrita, y por eso hoy en día podemos leer lo que pensaba Sócrates: porque Platón lo dejó escrito así en Fedro: «Una vez que algo se escribe, la composición, sea esta la que fuere, empieza a moverse por todas partes, cayendo en las manos no solo de aquellos que la comprenden, sino de igual manera en la de aquellos que nada tienen que ver con ellas; el escrito no sabe cómo dirigirse a la gente adecuada y no dirigirse a la equivocada».

Sócrates, pues, sostenía que el verdadero conocimiento era aquel que se grababa en la memoria y procedía de la oralidad, no al que podíamos acceder mediante otras plataformas. Más tarde, tras el nacimiento de la imprenta de Gutenberg, muchos escritores se sientieron abrumados ante la posibilidad de que pudieran leerles tantas personas desconocidas, como si de repente hubieran abierto un blog en WordPress: Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver, por ejemplo, dijo en 1711 que «una copia de unos versos que se conserva en un aparador y solo se muestra a unos pocos amigos es como una virgen deseada y admirada; pero cuando se imprime y se publica, es como una prostituta cualquiera, cuyo cuerpo puede comprarse por media corona».

La copia en masa de libros no fue el único problema, sino también de una producción de nuevos libros que habría producido un profundo vértigo en Sócrates: tal y como señalan Lucien Febvre y Henri-Jean Martin en La aparición del libro, en los primeros cincuenta años que siguieron a Gutenberg, se publicaron veinte millones de libros, más que todos los libros copiados por los amanuenses europeos durante el milenio anterior. Cuando Johann Fust, antiguo socio de Gutenberg, viajó a París a vender copias de la Biblia, los libreros no tardaron en denunciarlo a la policía: «tal reserva de libros en posesión de un solo hombre solo podía haber sido conseguida con ayuda del propio diablo». Como sucede en internet, en general, o en Wikipedia, en particular, algunos críticos de Gutenberg también señalaron que los errores que se imprimían llegaban más rápido a los lectores, lo que condujo a que se multara a los impresores de la llamada «Biblia maldita» de 1631, pues omitía la palabra «no» del séptimo mandamiento («No cometerás adulterio»). Una desventaja que hoy nos resulta mínima si tenemos en cuenta las ventajas de la producción y copia masiva de textos: los libros ya no servían exclusivamente para conservar el saber, como preservado en ámbar, sino para reunir, comparar, analizar y divulgar información nueva.

¿Cómo sabemos que no estamos reproduciendo los miedos de Platón o los de los luditas que rechazaban la imprenta? ¿Cómo sabemos que hogaño sí y antaño no? La respuesta es que no lo sabemos, y que los ejercicios de prospección tecnológica nunca han sido demasiado atinados. Durante miles de años, los agoreros tecnológicos se han equivocado. ¿Por qué deberían acertar ahora? Después de todo, Platón también se quejó de esta guisa de los adolescentes: «Los hijos son ahora tiranos… ya no se ponen de pie cuando entra un anciano en la habitación. Contradicen a sus padres, charlan ante las visitas, engullen golosinas en la mesa, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros». Platón creía que se estaban perdiendo los valores, exactamente como ahora. Exactamente como siempre. Porque contemplar con nostalgia el pasado siempre nos ha reconfortado, como sugiere una nueva investigación llevada a cabo por la Universidad de Southhampton y publicada en la revista Personality and Social Psychology Bulletin.

Los libros, pues, fueron como internet, la imprenta fue como internet, la radio fue como internet, el teléfono fue como internet. Todas esas tecnologías fueron como internet tanto en los cambios sociales que produjeron como en los miedos y esperanzas que suscitaron. Solo conoceremos todas las ramificaciones sociales que producirá internet cuando ya se hayan producido, cuando seguramente estemos comparando internet con una nueva tecnología que todavía está por llegar.

La Biblia de Gutenberg. Biblioteca pública de Nueva York . Foto: Kevin Eng (CC)

La Biblia de Gutenberg. Biblioteca pública de Nueva York . Foto: Kevin Eng (CC)

Lo que subyace en realidad en todas estas consideraciones apocalípticas es el miedo al cambio, que en los luditas se traduce en desconfianza frente a cualquier avance científico o tecnológico. Según el estudio de Capgemini, llevado a cabo en dieciséis países a fin de medir los hábitos de compra por internet, el 23% de los españoles se declara tecnófobo. Así pues, el temor hacia la tecnología en general y a las TIC en particular es transversal, afecta tanto a personas de a pie como a intelectuales, desde Sócrates a los actuales (y excelentemente documentados) Nicholas Carr (Superficiales) o Evgeny Morozov (El desengaño de Internet) o Robert Levine (Parásitos). Todos somos vulnerables a la ceguera prospectiva sobre el futuro e incluso al llamado «síndrome de Frankenstein», aunque seamos expertos en nuestro campo, tal y como evidencian las palabras de Lord Kelvin en 1900 («Ahora no hay nada nuevo que descubrir en física. Todo lo que queda son mediciones cada vez más precisas»), el físico austríaco Ernst Mach en 1913 («Puedo aceptar la teoría de la relatividad tan poco como acepto la existencia de átomos y de otros dogmas por el estilo») o el biólogo J. B. S. Haldane, que veinte años antes de que Watson y Crick describieran la estructura del ADN sentenció en su libro The Philosophy of Biology que era «inconcebible» que la herencia se transmitiera a través de una molécula.

En el otro lado de la balanza se encuentran los tecnoptimistas, pero tampoco estos tienen un índice elevado de acierto en sus entusiastas utopías. Porque tampoco ellos son capaces de evaluar las consecuencias a medio o largo plazo de la implantación de nuevas tecnologías. Si acaso, a favor de ellos, podemos admitir que las nuevas tecnologías acostumbran a mejorar el estilo de vida de la gente, en vez de empeorarlo, lo que les brindaría la razón en parte. Y que las reacciones negativas frente a cualquier progreso suelen presentar idéntico lustre, tal y como señalaba Adam Smith: «Rara vez pasan cinco años sin que se publique un libro o panfleto que pretenda demostrar que la riqueza de la nación está decayendo rápidamente, que el número de habitantes del país está disminuyendo, la agricultura está siendo abandonada, la manufactura va en decadencia y el comercio está deshecho». Con todo, también los futuristas deben ser puestos en su sitio a fin de que un exceso de confianza derive en una política irresponsable. Desde la tira cómica xkcd tratan de equilibrar las cosas ridiculizando los tópicos esgrimidos tanto por los defensores de las nuevas tecnologías como por sus detractores proponiendo una serie de preguntas con sus categóricas respuestas. Algunas de estas preguntas son: ¿Nos convertirá en genios? ¿Nos convertirá en tontos? ¿Destruirá industrias enteras? ¿Nos hará más empáticos? ¿Acabará con el arte? ¿Traerá la paz mundial? ¿Provocará la alineación generalizada creando un mundo de experiencias vacías? Las respuestas, por orden, son: No, no, sí, no, no, no, ya estábamos alienados.

En resumidas cuentas, que una nueva tecnología cambia la vida mucho más de lo que creen algunos, pero también mucho menos de lo que creen otros. En aras de reajustar nuestros propios prejuicios, ya procedan de uno u otro extremo del fiel de la balanza, analicemos el impacto que tuvieron a lo largo de la historia los siguientes saltos cuánticos en el ámbito de las comunicaciones.

¡Peligro! ¡El tren os asfixiará!

La gente estaba habituada a desplazarse a la velocidad media que desarrollaban sus piernas o los caballos (que era también el ritmo de las comunicaciones epistolares), de modo que muchos no estaban preparados para asimilar un nuevo medio de transporte como la locomotora, capaz de viajar a una velocidad que hoy en día, sin embargo, nos parecería insoportablemente lenta.

En 1830, por ejemplo, publicaciones como Quartely Review advertían: «¡Qué puede ser más absurdo y ridículo que la perspectiva de que las locomotoras viajen dos veces más rápido que las diligencias!» En el mismo año, Dionysus Lardner, profesor de filosofía natural y astronomía del Colegio Universitario de Londres, escribió: «Viajar en ferrocarril a velocidad elevada no es posible porque los pasajeros, incapaces de respirar, morirían de asfixia». Quién sabe qué clase de advertencia habría escrito Lardner de conocer los trenes más rápidos de 2013, como el chino CRH380A (482 km/h), el alemán Transrapid TR-09 (449 km/h) o el japonés Shinkansen (442 km/h).

Una locomotora de vapor. Foto: Arpingstone (DP)

Una locomotora de vapor. Foto: Arpingstone (DP)

¡Alerta! ¡El caballo es mejor que el motor!

Los motores de combustión interna generaron desprecio y miedo a partes iguales, a pesar de que agilizaron enormemente las comunicaciones. En 1903, por ejemplo, el empresario norteamericano Chayncey Depew lo despreciaba alegremente, arguyendo que nunca sería mejor que el caballo o la calesa. Y en 1876, un congresista de los Estados Unidos reaccionaba ante el invento como hoy lo haríamos frente a una planta nuclear, según leemos en el libro Historias de la ciencia sin los trozos aburridos de Ian Crofton: «El descubrimiento de que tratamos implica fuerzas de una naturaleza peligrosa para que encaje en ninguno de nuestros conceptos habituales».

Irónicamente, a pesar de que hoy en día los vehículos a motor suponen un problema medioambiental, en su día constituyeron la solución eficaz a otro problema medioambiental tanto o más preocupante: el que originaban los caballos. El transporte equino consumía tanto combustible que provocó una estrepitosa subida de precios de los alimentos, causando escasez. Además, producía una preocupante contaminación en forma de excrementos (cada caballo diez kilos al día), volvía insalubres las calles y emitía metano, un potente gas de efecto invernadero. El ruido del tráfico equino también era ensordecedor a causa de las ruedas de hierro de los carros y las herraduras de los propios caballos, hasta el punto de que se prohibió su paso por las calles que rodeaban los hospitales. Y es que a principios del siglo XX, solo en la ciudad de Nueva York, trabajaban unos doscientos mil caballos, uno por cada diecisiete personas, lo que se traducía en embotellamientos de órdago, tal y como lo explican Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner en su libro Superfreakonomics: «Los carros tirados por caballos atascaban terriblemente las calles, y cuando un caballo desfallecía, se le solía matar allí mismo. Esto causaba más retrasos». Además, los accidentes de tráfico equino eran más frecuentes: uno de cada diecisiete mil neoyorquinos fallecía de resultas de los mismos frente a los uno de cada treinta mil registrados por accidentes de coche en 2007.

¡Alarma! El telégrafo nos encerrará en casa

El historiador Tom Standage ha documentado que los efectos de la invención y difusión del telégrafo en la vida social del siglo XIX fueron similares a las que ha producido internet, hasta el punto de que ha bautizado el telégrafo como el internet victoriano. En cuanto se telegrafió la cita bíblica «What hath God wrought» por parte de Samuel Finley Breese Morse el 24 de mayo de 1844, desde la Corte Suprema de los Estados Unidos en Washington D.C. a su asistente, Alfred Vail, en Baltimore, Maryland, supimos que el espacio y el tiempo habían quedado suprimidos para siempre. Aquellas palabras habían viajado casi instantáneamente, dejando obsoleto el correo a caballo.

Las relaciones sentimentales florecieron a través del telégrafo tal y como lo hacen hoy en día a través de Badoo o Meetic, aparecieron nuevos vocablos asociados a esta clase de comunicación, las costumbres cambiaron, los negocios se agilizaron.  Muchos, no obstante, creyeron que ya no encontraríamos ningún incentivo para salir de casa.

¡Atención! ¡La radio no tiene futuro!

El primer sistema práctico de comunicación mediante ondas de radio fue diseñado por Guillermo Marconi, emitiendo por primera vez una onda transatlántica en 1901 (aunque en realidad el invento fuera vilmente robado a Nikola Tesla). Las ondas hercianas son invisibles al ojo humano, pueden desplazarse a la velocidad de la luz hasta distancias enormes, incluso fuera de nuestro planeta. Sin embargo, el físico y matemático británico Lord Kelvin (1824-1907) afirmó: «La radio no tiene futuro».

Tal vez por miedo a que sus empleos quedaran obsoletos, los editores de la prensa escrita defenestraron la radio a poco que esta fue desarrollando todo su potencial, tal y como explica Gwyneth L. Jackaway en Media at War: Radio´s Challenge to the Newspaper: «Nos alertaron de que el periodismo radiofónico ponía en peligro los ideales periodísticos de objetividad, los ideales sociales del servicio público, los ideales capitalistas de los derechos de propiedad y las ideas políticas de democracia. Así pues, para defender sus propios intereses, invocaban los intereses de la nación».

Las críticas que recibió la radio de entonces se asemejan a las que hoy se vierten sobre los medios digitales, sobre todo los blogs: que la radio no disponía de suficientes periodistas para mantener los estándares de calidad de la prensa escrita, que estaba afectando negativamente a las ventas de periódicos, y que violaba la ley de propiedad intelectual.

¡Cuidado! ¡El teléfono solo es un juguete!

Como ese juego infantil que se lleva a cabo con dos vasos de plásticos y un hilo, así de insustancial e inútil consideraba el invento del teléfono por parte de Alexander Graham Bell (con permiso de Meucci) en 1876 precisamente el suegro de Bell, Gardiner Greene Hubbard. Un simple juguete para niños para el que no habría mercado, también es lo que señaló el presidente Rutherford B. Hayes. Un poco antes, en 1865, se podía leer lo siguiente en un editorial del Boston Post: «La gente informada y conocedora sabe que es imposible la transmisión de la voz usando cables, y, de ser posible, eso no tendría ningún valor práctico».

Cuesta imaginar que el teléfono se considerara un juguete con el antecedente del telégrafo, pero la memoria histórica de las innovaciones tecnológicas siempre es a muy corto plazo. Tal y como hoy en día muchos se preocupan de que el smartphone interrumpa nuestras actividades diarias, la difusión del teléfono hizo lo propio. Un teléfono sonando en cualquier momento obligaba al habitante de cualquier casa a interrumpir su vida doméstica para hablar con otra persona. El teléfono, pues, se consideró un perturbador de la paz del hogar.

Al igual que ha sucedido con los blogs o los contenidos digitales en general, muchos pensaron que el teléfono propiciaría las conversaciones irreflexivas y banales, pues los interlocutores no tenían tanto tiempo para meditar sobre lo que decir o cómo decirlo, a diferencia de lo que ocurre a través de la comunicación epistolar. De hecho, tal vez intuyendo que el teléfono podría destronar el correo, en un memorando interno de Wester Union fechado en 1876 podemos leer: «El llamado teléfono tiene demasiadas limitaciones para considerarlo seriamente un medio de comunicación. No posee ningún valor para nosotros».

Un actor utilizando un modelo original del teléfono de Alexander Graham Bell en una película de cine mudo. Foto: Dominio público.

Un actor utilizando un modelo original del teléfono de Alexander Graham Bell en una película de cine mudo. Foto: Dominio público.

Según Nicholas A. Christakis y James H. Fowler en su libro Conectados, antes del teléfono era habitual que se visitara a los amigos sin avisar previamente, pero el teléfono iba a acabar con esa costumbre tradicional. Los operadores también se consideraban una amenaza, porque podrían quedarse escuchando las conversaciones privadas, como hackers actuales, como los dueños de las redes sociales, como la NSA. El teléfono afectaría a los ritos de cortejo, y conduciría a contactos sexuales inapropiados. Y el sociólogo Charles Horton Cooley, en 1912, señaló lo siguiente al referirse al teléfono, tal y como si analizara Facebook: «En nuestra vida, la intimidad del barrio se ha roto como resultado del crecimiento de una intrincada malla de contactos más amplios, que nos convierte en desconocidos a los ojos de personas que viven en la misma casa […] disminuyendo nuestra comunión económica y espiritual con nuestros vecinos».

A pesar de todo, lo que hizo el teléfono, al igual que otras tecnologías de la comunicación, fue fortalecer los vínculos locales, más que debilitarlos: la mayoría de las llamadas que se efectuaban antes, y las de ahora, abarcan un radio medio de ocho kilómetros, tal y como señalaría un defensor acérrimo del teléfono en 1911: H. N. Casson en The social value of the telephone: «El teléfono nos ha permitido ser más sociales y cooperativos. Ha abolido literalmente el aislamiento de la familia separada».

¡Ojo! La cámara fotográfica nos robará la privacidad

Al igual que había sucedido con el teléfono, en 1888 se produjo un serio debate sobre la intimidad como derecho legal en Estados Unidos tras la presentación de la primera cámara de «instantáneas» portátil con forma de caja por parte de Kodak. La oportunidad de transportar la cámara por la calle, lejos de los estudios de fotografía, con la posibilidad de publicar cualquier imagen en los periódicos ilustrados de la época, que sóoo en Estados Unidos se contaban por cientos, hizo reaccionar a medios como el New York Times como si estuvieran fiscalizando el uso de la cámara de un smartphone o la publicación global de Instagram, informando el 18 de agosto de 1899 que «diabólicos seguidores de Kodak» acosaban a las damas de Newport: «A lo largo de toda la avenida, las mujeres no dejan de toparse cara a cara con una Kodak que las fotografía».

De hecho, cualquier tecnología que podemos encontrar hoy en un smartphone fue, el día en que se inventó, objeto de furibundas críticas y mensajes fatídicos sobre la supresión de nuestra intimidad, tal y como explica Alan F. Westin en su obra de 1967 Privacy and freedom, que el experto en telecmunicaciones Jeff Jarvis glosa así en Partes públicas: «Cita, por ejemplo, la aparición del micrófono en la década de 1870, el teléfono en la década de 1880, y la grabadora y la cámara en la década de 1890, todos ellos susceptibles de ser utilizados por el gobierno o la prensa para espiar a los ciudadanos».

¡Prohibido! ¡El cine es malo (y el sonoro es inútil)!

Desde siempre, el cine se ha considerado una plataforma cualitativamente inferior a la literatura para todo lo bueno, aunque más eficaz para lo malo. Es decir, que el cine no puede alcanzar la sofisticación narrativa de la literatura, ni puede inventar mundos y psiques tan complejos, pero es capaz de persuadir a la gente para que haga cosas que no quiere hacer (publicidad) o no debe hacer (imitar a asesinos). Es raro escuchar que los libros son capaces de manipular la mente del lector tanto (o tan poco) como lo hace el cine, a pesar de que no hay evidencia científica sólida que indique que el cine (o la literatura) induzca comportamientos que puedan ser activados por otras influencias ajenas a lo catódico.

Desde su nacimiento, pues, el cine ha sido crucificado, incluso por su propio inventor, Louis Lumière (1864-1948): «Mi invento podrá ser disfrutado como curiosidad científica […] Pero comercialmente no tiene el más mínimo interés». El cine sonoro aún corría peor suerte, según el inventor Thomas Edison: «Creo que el cine sonoro jamás tendrá éxito. Los espectadores nunca se mostrarán entusiasmados por el hecho de que se incorporen voces». Y Harry Warner, de la Warner Bros., exclamó en 1927: «¡Quién demonios quiere escuchar a unos actores que hablan!».

¡Stop! ¡La televisión es la caja tonta!

Al igual que sucedió con la radio, los editores de periódicos y los periodistas de la prensa escrita enseguida catalogaron la televisión de medio de comunicación de mala calidad. Tal y como recuerda Jeff Jarvis en Partes privadas: «Los editores llamaron «parásitos» a los periodistas televisivos e intentaron impedirles el acceso a la sala de prensa de la Casa Blanca». Irónicamente,  uno de sus primeros críticos de la televisión fue el pionero de la radio Lee de Forest: «Aunque en teoría y técnicamente la televisión puede ser factible, comercial y económicamente la considero una imposibilidad, un desarrollo en el que debemos desperdiciar poco tiempo soñando».

En consecuencia, la televisión enseguida se convirtió en la caja tonta, aunque Steven Johnson, autor de Cultura basura, cerebros privilegiados, presente la teoría de que gracias a la dieta mediática en general, y a la televisión en particular, el cociente intelectual de las personas no ha dejado de incrementarse.

Tampoco la televisión por satélite, y en general cualquier comunicación a través de ese medio, suscitó demasiado entusiasmo en Tunis Augustus Macdonough Craven (1893-1972), comisionado de la Comisión Federal de Comunicaciones estadounidense: «No hay prácticamente ninguna posibilidad de que los satélites en el espacio se utilicen para proporcionar un mejor teléfono, telégrafo, televisión, radio o servicio de comunicaciones dentro de Estados Unidos».

¡Alarma! ¡El ordenador no sirve para nada!

Actualmente hay octogenarios que no dudan en afirmar que los ordenadores no sirven para nada (no digamos ya los smartphones o las tablets), y no resulta tan extraño que en 1842 el astrónomo y matemático inglés George Biddell despreciara la máquina analítica de Charles Babbage con un «No sirve para nada». Sin embargo, en 1943 también encontramos declaraciones de similar calado procedentes de nada menos que el presidente de IBM Thomas John Watson: «Creo que existe mercado para unos cinco ordenadores en todo el mundo». Bill Gates llegó a declarar que «Nunca vamos a hacer un sistema operativo de 32 bits» y que «640 Kb deberían ser suficientes para cualquiera». Y en una año tan reciente como 1977, el cofundador de Digital Equipment Corporation Ken Olsen afirmó: «No hay razón alguna para que alguien pueda tener una computadora en el hogar». Es perfectamente lógico pensar así cuando la revista Popular Mechanics, en 1949, publicaba ideas como «Los ordenadores del futuro podrán llegar a pesar poco más de una tonelada y media».

Con el advenimiento de internet, los expertos profetizaron que la conexión al mundo desde nuestro propio domicilio traería aparejado el nacimiento de ciudadanos alienados y sin interés en las relaciones personales cara a cara, exactamente igual que había ocurrido con el teléfono y, antes, el telégrafo. Y que el mp3 acabaría con la música tal y como supuestamente debería haber sucedido con el nacimiento de la gramola, el vinilo y el casete. Y que los virus informáticos no eran para tanto, según John McAfee, fundador del antivirus McAfee: «el problema de los virus es pasajero y durará un par de años».

El smartphone más famoso del mundo también tuvo sus detractores, como Steve Ballmer, un empresario estadounidense y director ejecutivo de Microsoft que nos advirtió: «No existe la más remota posibilidad de que el iPhone consiga una cuota de mercado considerable».

Apple I expuesto en el Smithsonian Institution. Foto Ed Uthman (CC)

Apple I expuesto en el Smithsonian Institution. Foto: Ed Uthman (CC)

No hay más cera de que la arde

Contemplado con perspectiva el impacto que una nueva tecnología produce en la sociedad, hemos de admitir que resulta más productivo hacer caso a los optimistas y a los revolucionarios tecnológicos antes que a los pesimistas y los tradicionalistas. Ambas posturas son incapaces de prever las ramificaciones de los cambios sociales que llegarán, pero esperar que ambas posturas lleguen a un acuerdo sobre cómo abordar la nueva tecnología es infructuoso. Según Clay Shirky, el método idóneo para afrontar una nueva tecnología no pasa por ceder el control a los tradicionalistas («sería como dejar a los monjes que decidieran el modo de usar la imprenta o a la oficina de correos que determinara qué hacer con el correo electrónico»), ni tampoco por una «transición negociada» entre revolucionarios tecnológicos y tradicionalistas. El escenario óptimo, tal y como lo describe en Excedente cognitivo en aras de que las nuevas tecnologías se difundan socialmente es «tanto caos como podamos soportar»:

Dejemos que un revolucionario intente cualquier cosa que quiera con la nueva tecnología, sin tener en cuenta las normas culturales o sociales existentes o el daño potencial que pudiera ocasionarse a las instituciones sociales actuales.

Una posición de todo punto interesante, al menos para callar algunas bocas y evitar el boicot de las mentes más cuadriculadas. Como la del comisario de la Oficina de Patentes de Estados Unidos Charles H. Duell (1850-1920): «Todo lo que puede inventarse ya ha sido inventado».

Y es que, después de todo, no hay más cera de la que arde, a pesar de nuestra insistente tendencia a considerar que lo actual es lo más importante, tal y como escribía satíricamente Douglas Adams, autor de Guía del autoestopista galáctico, en un artículo publicado en The Sunday Times, el 29 de agosto de 1999, a propósito de nuestra reacción frente los avances tecnológicos, que cambian tu vida más de lo que crees, y también menos de lo que crees:

Me imagino que las generaciones anteriores tuvieron que aguantar refunfuñando y resoplando la aparición de inventos como la televisión, el teléfono, el cine, la radio, el coche, la bicicleta, la imprenta, la rueda, etcétera, pero no te creas que hemos aprendido cómo funciona la cosa, a saber:

1. Todo lo que ya está en el mundo cuando naciste es normal.

2. Todo lo que se inventa entre este momento y antes de que cumplas los treinta es increíblemente emocionante y creativo y, con un poco de suerte, puedes vivir de eso.

3. Todo lo que se inventa después de que hayas cumplido los treinta va contra el orden natural de las cosas y es el comienzo del fin de la civilización tal y como la conocemos, hasta que se haya utilizado durante unos diez años y empiece poco a poco a considerarse normal.

____________________________________________________________________________________________________________

Bibliografía esencial

El optimista racional, Matt Ridley; Futuro perfecto, Steven Johnson; The Victorian Internet, Tom Standage; Superficiales, Nicholas Carr; Cultura basura, cerebros privilegiados, Steven Johnson; El desengaño de Internet, Evgeny Morozov; Parásitos, Robert Levine; Los ángeles que llevamos dentro, Steven Pinker; Partes públicas, Jeff Jarvis; Superfreakonomics, Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner

< G N Z S N Z >